Hoy se cumple un nuevo aniversario de la proclamación de la segunda república española. Convergen en la conmemoración nostálgicos de pelo cano de vivencias en el tardofranquismo y la transición -que nos explican una y otra vez las virtudes y defectos de un régimen que no vivieron-, con jóvenes -cuando digo jóvenes me refiero de mi edad para abajo- que con una aproximación a aquellos tiempos de los primeros años treinta, suspiran por una nueva, la tercera, más desde un punto de vista de modernidad y valores democráticos que en puro simbolismo de una bandera, un himno o unos agravios.
La república española nació como enema necesario para la purga de un rey, Alfonso XIII, golfo, sinvergüenza y ladrón, y como, también entonces, un soplo de nuevos aires a un país tan atrasado como el nuestro, para bochorno de todos.
El régimen dictatorial de Primo de Rivera, aupado por militares vagos y corruptos y por una monarquía lamentable -dirán muchos que cualquier monarquía es lamentable, pero lo de los borbones en España es trágico- fue la gota que colmó el vaso de la paciencia histórica y, con esperanza y pocos consensos para el futuro, este país se encomendó a un experimento -¡el experimento democrático!- en un conglomerado en el que confluían demócratas y no demócratas. Y no salió bien, y no permitieron que saliera bien.
Han pasado muchos años ya, golpe de Estado, guerra civil, represión, franquismo, transición, monarquía parlamentaria y aún es posible reivindicar lo que podríamos considerar una obligación del siglo XXI: que lo normal no es que un Jefe del Estado sea un rey, que este lo sea por nacimiento, que sea inimputable, inviolable…eso ni es normal ni es bueno.
Por eso lo de la república, que al fin y al cabo estamos hablando de cosas normales, tenemos que situarlo en el ámbito y espacio de las cosas de sentido común. Pero, siempre hay un pero, hace unos días hablando de estas cosas, me argumentaban que cualquier república tiene mayor legitimidad que una monarquía, y que la elección del jefe o presidente del estado es suficiente para que le podamos poner la etiqueta de legítimo, deseable y anhelable a ese nuevo régimen. Lo siento, no estoy de acuerdo.
Una monarquía es un anacronismo histórico, es cutre y unos reyes no sirven para nada a lo que no puedan servir otras personas. Pero unas monarquías que, como por ejemplo, en los casos de las nórdicas, solo sirven como mantenimiento de una especie de folclore o tradición que mientras no molesten o estorben al funcionamiento del país, pueden ser tolerados por la población; pero es indudable que los países nórdicos viven en democracias muy avanzadas, son países de larga tradición socialdemócrata, hasta el punto que incluso cuando gobierna la derecha -la civilizada, no como las del sur y el este de Europa- mantienen básicamente la estructura ideológica que ha ido sustentando su régimen desde el final de la segunda guerra mundial.
El problema de nuestra monarquía es que, también por tradición, nunca han sido demócratas, han preferido el chanchullo, el atraco al país, la vida de ricos poderosos, nos han tratado como súbditos aborregados y, por supuesto, han encontrado -como a lo largo de toda nuestra historia- unos aliados ideológicos en la derecha política, económica, social, cultural y militar. No es algo que nos deba sorprender: han tenido, tienen y quieren seguir teniendo unos privilegios que entienden que con otros regímenes a los que ellos no puedan controlar, pueden perder.
Ellos tienen sus tradiciones, se reúnen -la última reunión de la tradición monárquica y de demostración de poder ha sido la boda del alcaldesito de Madrid, esa parada de monstruos ordinaria y kitsch, por cierto, retransmitida en directo por la televisión pública de Madrid- y se apoyan en sus objetivos -si aquí la monarquía fuera como figura meramente decorativa, austera y demás apelativos condescendientes, ya se la habrían cargado los mismos que apoyan rabiosamente a la actual. Una monarquía sin poder es como una muñeca gitana de Marín en lo alto del televisor: una horterada, sin más.
Por eso, sigamos suspirando por la república, miremos y hagamos fuerza para que no nos impidan seguir conservando la memoria de lo que ha pasado en España, honremos a los que defendieron a ese régimen, pero si aspiramos de nuevo a tenerlo, añadamos al grito de «¡a por la tercera!», lo que la haría aún más deseable: democrática, muy democrática. Ahora que estamos en pleno desmelene de la derecha y sus postulados antidemocráticos, reivindicar república debe significar reivindicar democracia. No nos entretengamos en símbolos mientras nos roban la cartera de nuestros derechos.