Las distintas revoluciones a lo largo de la humanidad, –entendiendo aquí el término revolución en su acepción menos suspicaz, como aquella que sigue recogiendo nuestro diccionario, el cual asume la palabra violencia para designar el cambio brusco que supone el término revolución– han servido, sin duda, para el avance y progreso de la humanidad. Revolución como cambio, como cambio profundo, un proceso de cambio social, de progreso en las condiciones de vida de la gente. Esa chispa que precede al fuego revolucionario –entendiendo esto último como algo metafórico–.
En definitiva hablamos de cambios de paradigma, transformaciones radicales, y no seamos simplistas creyendo que únicamente hablamos de cambios políticos, tenemos revolución en la artes, en la comunicación, en todo aquello que afecta al humano y, como algo intrínsicamente humano, no es posible que ocurra sin nuestra participación; más o menos como cuando el Che Guevara hablaba –él sí de la revolución en términos políticos– de que la misma no es como una manzana que cae cuando está podrida. La tienes que hacer caer. Y por supuesto, si el propio Che, un revolucionario que sí creía que los cambios trnscendentales no eran posible si los mismos no eran arrancados con la lucha, violenta si fuera preciso, también es necesario creer, para eso vivimos en una democracia –siempre en construcción, pero en ese anhelo estamos–, que los cambios son posibles sin que sean necesarios episodios de maldad. Kennedy, que aunque utilizó también la violencia para consolidar su ideal o negar el contrario, nos iluminaba con una frase que nos viene como anillo al dedo: “Los que hacen la revolución pacífica imposible, harán inevitable la revolución violenta”. Sabias palabras que, al fin y al cabo, las podríamos aplicar en cualquier momento de la historia social y política. Eso tan retórico, pero tan eficaz, que decía el exvicepresidente Iglesia de los de abajo y los de arriba. Los Sans culottes de todo el mundo hartos de los poderosos que les niegan el pan y la sal.
Los cambios de paradigmas han sucedido con momentos mágicos de la historia (cuando digo momentos mágicos, entiéndaseme, es una manera de hablar, ya que cualquier proceso revolucionario o cualquier cambio o transformación radical en las condiciones de las vidas de las gentes, en general son procesos, más o menos largos, pero procesos. Invenciones, descubrimientos, desarrollos técnicos, avances científicos…todo eso es hacer la revolución: la utilización o, como dicen algunos antropólogos, la domesticación del fuego, la utilización de la rueda –que es un lugar común a la que se suele referirse cuando se habla de avances humanos–, la comunicación ¡por supuesto!, aquello que definitivamente nos hace relacionarnos como entes de poder: la comunicación (por cierto, el Ministro Castells, un eminentísimo científico social, tiene un libro realmente apasionante sobre esta cuestión: Comunicación y Poder, donde nos ilumina de manera absolutamente brillante sobre ese fenómeno de cómo para el Poder es fundamental el dominio de la comunicación, y como la comunicación genera por si mismo, o se convierte por si misma, en Poder).
Posiblemente –me tengo que circunscribir a un etapa, la contemporánea, para ser omnicomprensivo y no perderme en la inmensidad de la historia del planeta–, si tuviéramos que hacer un listado de diez momentos históricos –insisto, en la história contemporánea–, que realmente supusieron eventos revolucionarios a gran escala, tendríamos un alto número de coincidencias, y seríamos capaces de mezclar lo que fueron hitos llamémosle políticos, con aquellos otros que podemos considerar avances o desarrollos científicos: La Revolución Industrial, la Revolución Rusa, La II Guerra Mundial, La electricidad, los antibióticos, Internet…seguramente éstos y algunos otros serían escogidos para señalar procesos revolucionarios. Hablaríamos de la Revolución que supuso la luz eléctrica, La Revolución que supuso el desarrollo de los antibióticos y así con todos esos procesos que realmente cambiaron de manera radical la vida de los hombre y mujeres con alcance global.
Pero hay otros procesos, esos que no parecen afectar a demasiada gente, esos que nos parecen procesos y desarrollos cotidianos, que singularmente se ofrecen o se deben ofrecer/producir para que, precisamente los procesos mayores, las grandes revoluciones se produzcan. Fíjense, por ejemplo, que al principio de este artículo he mencionado la Democracia como una conquista de la humanidad, de la humanidad que ha conseguido conquistarla. No es un proceso terminado y, posiblemente, no se terminará nunca porque ningún sistema, ni siquiera el democrático, es perfecto. Si tuviéramos que escoger un estandar democrático es probable que no lleguemos al consenso que alcanzamos con los procesos revolucionariso “a grosso modo” que vimos antes. Y es que no hay ese estandar, por eso necesitamos, los que de verdad creemos que hay algunos elementos imprescindibles para que un régimen o sistema se pueda autodenominar democrático y que a partir de ellos seamos capaces de hacer esas pequeñas revoluciones tan necesarias para que nuestro mundo avance, que esos conceptos se ofrezcan sin matices, directamente: pluralismo, participación, igualdad, solidaridad, transparencia, división de poderes, educación, lo común como ejemplo de todo lo anterior...