Todos conocemos el episodio protagonizado en plena guerra civil por Unamuno y Millán Astray en la que el primero hizo un canto a la libertad, al conocimiento; fue cuando dijo aquello de "venceréis pero no convenceréis". Por su parte Millán Astray –ese general fundador de la legión, cojo, tuerto, manco…algo así como mister potato pero en carne y hueso–– pronunció su famoso "muera la inteligencia, viva la muerte". Una situación magistralmente llevada al cine recientemente por Amenabar en su Mientras dure la guerra, que ha servido al actor que representaba al general bravucón para obtener un merecido Goya. Esa consigna “legionaria” de soldados machotes de pelo en pecho que cantaban que la muerte no es el final, glosaban ese momento como algo heróico, deseable si las circunstancias lo exigían. Esas circunstancias eran la guerra, matar a rojos, y por supuesto si era una muerte dolorosa, sufrida y paroxística, mejor, todo por España. Sin embargo, precisamente porque morirnos es inevitable, mientras estamos en vida tratamos, o deberíamos tratar, de hacer todo aquello por lo que merece la pena seguir intentando construir un mundo mejor, tanto para nosotros que ya habitamos hace tiempo el planeta tierra, como para los que en futuras generaciones lleguen. La muerte, como eje central de un supuesto planteamiento político, no es otra cosa que dejarnos llevar por la metafísica, por lo que va más allá de lo estrictamente necesario.
Estos últimos días se ha debatido, y aprobado, el proyecto de Ley a tramitar por las cortes generales sobre el derecho a morir dignamente, el derecho a la eutanasia, que no es otra cosa que lo primero, la muerte digna, lo que conlleva el ejercicio del derecho a decidir morir con la dignidad debida del ser humano, bajo una serie de condiciones que establecerá la futura ley, cuando ya no es posible mantener una vida sin que el sufrimiento sea lo que quede en ese tiempo maldito de los últimos días de la existencia de uno. Es una muerte sin dolor ni físico ni mental, y algo que, para mí, es muy importante cuando se trata de establecer nuestra forma de morirnos, insisto, mantener la dignidad como ser humano hasta el último momento.
Yo viví, amé, fui amado, tuve hijas, salté, viaje, reí, suspiré, aprendí, viajé, trabajé…lo hice como tantos hombres y mujeres que en el mundo han sido, y encuentro la dignidad de la existencia en todas aquellas personas que han afrontado los momentos buenos pero sobretodo los malos –aquellos sinsabores– con la dignidad y el respeto a lo que hemos sido. Dignidad en pie, levantado, o dignidad de rodillas, llorando. La dignidad de la abuela que, a pesar de sus años y siendo cercana su muerte, es tan coqueta que precisa maquillaje y peluquería en el hospital para atender, como dios manda, a las visitas. Como ese pequeño que solo rompe a llorar cuando ya no puede aguantar más el dolor o la rabia. Orgullo dicen unos, cierto tipo de dignidad dicen otros. Dignidad en la vida, y lo celebramos viviendo y sufriendo por encima de nuestras posibilidades.
Dignidad es ser respetuoso con uno mismo y con los demás, no dejar que te humillen ni te vejen, es el respeto merecido. Eso es dignidad y tenerla hasta el último suspiro conlleva poder ejercer esa dignidad como un derecho a no perderla.
Hoy, los avances científicos en medicina, han conseguido que, por ejemplo, el grupo de enfermedades que genéricamente llamamos cáncer se puedan considerar, en muchas ocasiones, como enfermedades cronificadas que, con los nuevos tratamientos adecuados, nos prolongan la esperanza de vida varios años. Las expectativas vitales crecen y de hecho, en muchas ocasiones a un enfermo incurable, es decir que va a morir como consecuencia de la enfermedad que padece, se le puede mantener con vida a base de interponer entre él y la muerte toda una parafernalia de artefactos de última generación, medicamentos paliativos, y así, aunque lo que queda es más o menos una vida vegetativa, es verdad que se puede y se consigue mantener en vida, si podemos llamar a eso vida, a esa persona. También hoy en enfermedades degenerativas se han producido avances tan espectaculares que permiten, a determinados enfermos, seguir teniendo una capacidad de raciocinio perfecta aunque no pueda mover un músculo, que no tenga ningún tipo de control sobre su cuerpo, donde los dolores físicos sumados a los que indefectiblemente se producen a nivel psíquico son terrible. Pero sí, claro que se puede alargar esa vida o ese sufrimiento.
Hay quienes niegan la posibilidad de morir dignamente y que esto sea un derecho. Escuché decir barbaridades a colación del debate de la Ley que lo regulará. Escuché a la tal Ayuso, presidenta de la comunidad de Madrid –por lo que dada su tendencia a decir gilipolleces no tiene la mayor importancia– pontificando que la muerte no tiene dignidad, que es muerte y punto. Una vez más a esta señora le persigue la inteligencia pero ella es mucho más rápida ¡claro que la muerte no tiene dignidad, la dignidad es de la persona, que no te enteras! Más problemático es que algunos obispos niegan esa dignidad en la muerte apelando que para morir hay que sufrir y soportar todos los dolores, tanto los físicos como los psíquicos, como hizo Jesucristo. Y digo que esto es más problemático porque la iglesia tiene una gran influencia en muchos sectores de la sociedad y puede que se contagien de la religión sadomaso que exponen.
La muerte no es digna, el que tiene dignidad soy yo y quiero morir con la misma dignidad con la que intenté vivir, la que yo me permití. Yo no quiero morir y, por lo tanto, no podría gritar viva la muerte como gritaba el tullido general, pero quiero, que llegado el momento, que espero que tarde cuanto más mejor, pueda decidir sobre ello. Y no, señores de la derecha o de lo que seáis, esto no es una manera de hacer economía ¡no seáis burros!