Como todos los años, por estas fechas, ordeno mis papeles, los guardo en sus carpetas y los subo al desbordado altillo de mi armario. Por mucho que diga el refrán, es increíble la cantidad de espacio que el saber ocupa. Sin embargo, este año es especial. Este año amontono esos cientos de kilos de papel con otro aire, con la sensación de que fuesen más ligeros. Y es que al fin he logrado mi ansiada plaza como profesor de secundaria. Para los legos en la materia, les diré que, al menos para mí, es algo así como la Champions League de la docencia.
Al fin puedo presumir, con orgullo, la piel del oso que tantas veces he estado a punto de cazar y no he podido. Catorce años llevaba detrás de este título que ahora luce brillante en mis vitrinas. Catorce años de lucha y decepciones, de noches en vela, de constante incertidumbre, de celebrar victorias ajenas, de construcciones y derrumbes, de subidas y bajadas en la montaña rusa emocional que es la vida de todo opositor. Catorce años de cambios de leyes, gobiernos y sistemas, de idas y venidas, de esperar bolsas, destinos provisionales y definitivos, de carretera y manta, de ciudades nuevas y dolores viejos, de alquileres, facturas y números para llegar a fin de mes.
No hablaré aquí de mis alumnos y alumnas. Esas almas cándidas nada tienen que ver con este proceso de desgaste continuo, con esta gota malaya. Sólo podría definirlos como el bálsamo curativo, la balsa de aceite que nos ayuda a pensar que todo nuestro esfuerzo tiene algún sentido. Porque, sinceramente, después de cuatro oposiciones y un proceso de estabilización un tanto turbio, aún no entiendo qué tienen que ver los conocimientos, destrezas y capacidades que se nos exigen demostrar, año tras año, con el día a día de nuestro trabajo en el aula. No puedo negar que estoy feliz y agradecido, pero reconozco que el proceso tiene un componente muy elevado de suerte y, según que senda, demasiadas trampas, agujeros y catacumbas medievales.
No digo con esto que no me lo merezca o que la plaza me haya tocado en una tómbola, nada más lejos de la realidad, pero sí que muchos compañeros y compañeras también deberían haber ganado estos “Juegos del hambre” de la docencia. Porque es así de crudo: competid entre vosotros y al que pierda el sistema lo devora. Por suerte, puedo presumir de haber aprobado con nota las cuatro convocatorias a las que he hecho frente, pero he conocido a muchos otros que, injustamente, se han quedado en el camino. Cientos de profesores y profesoras, de calidad humana y profesional incuestionable, arrojados a la cuneta por un quitanieves de paso imperturbable. Profesionales como la copa de un pino que, a día de hoy, se encuentran mendigando por un destino, sin saber si trabajarán o no el curso que viene. Amigos y amigas para los que no encuentro palabras de apoyo y por los que, como es de esperar, las administraciones y sindicatos no moverán un dedo, porque no son más que nombres en una lista, números, códigos, calificaciones...
Por ellos y ellas, no termino de encontrar en mi plaza el dulce sabor de la victoria. Tal vez, es por pura empatía que me siento cómplice de una injusticia. Será porque considero que los responsables de la educación de vuestros hijos no deberían jugarse la vida en estos concursos de talento, en esta especie de lotería macabra. Y me da rabia escuchar, siempre desde la barrera, a quienes dicen frases como “que hubieran estudiado” o “si no la tienen, es porque no se la merecen”. Porque me consta que muchos y muchas sí que se la merecen. Por eso, desde este humilde espacio, les envió todo mi apoyo, mi ánimo y mi profunda admiración. No perdáis la ilusión en vuestro trabajo, porque este proceso injusto no puede medir vuestra valía. No miréis hacia atrás, porque una caída no define el final de la carrera. No dejéis de luchar, compañeros y compañeras, porque un pedazo de mi plaza es vuestra y sé que, más temprano que tarde, nos reuniremos para celebrar las vuestras.