Hoy hace 85 años que Antonio Machado Ruiz, el poeta que mejor ha comprendido nuestro país en la Edad Contemporánea, sembró su semilla de vergüenza histórica allende los Pirineos. Murió en Colliure, aquel pueblecito francés donde sigue su tumba, un 22 de febrero de 1939, con lo puesto, y cumplió así su propia profecía, escrita tres décadas antes, cuando el amor de su vida, Leonor Izquierdo, estaba también a punto de emprender su último viaje, aunque no le tocara, con solo 18 años. “…Me encontraréis a bordo, ligero de equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar”.
El poeta, sevillano como Bécquer antes y como Cernuda después, también murió bien lejos de aquel patio de Sevilla y de aquel “huerto claro donde madura el limonero”. Parecía el sino, al menos hasta entonces, de nuestros mejores escritores. Y el caso es que el hijo de Demófilo –nuestro primer folklorista con rigor-, el nieto de Antonio Machado Núñez –el primer biólogo español que tradujo a Darwin y catalogó seriamente la avifauna de Doñana- ya había ejercido de profeta de todos cuando era un simple profesor de francés en aquella Soria mística y guerrera donde estuvo destinado tras sus primeras Soledades, o en aquella Baeza de su exilio íntimo en la que mejoró hasta lo impensable sus Campos de Castilla…
“Españolito que vienes / al mundo, te guarde Dios. / Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón”, dejó escrito, sin que nadie se percatase hace un siglo de que no solo se refería a los paisanos que se iban a enfrentar en la guerra incivil que bautizó Unamuno, sino incluso a quienes, después de esta, iban a seguir apuntalando esa vetusta sombra tan estéril de las dos Españas que resucita recurrentemente, cada vez que a una de las dos facciones políticas, o a ambas, les interesa zamarrear el sonajero de la desesperanza. Don Antonio lo vislumbró pronto en aquel casino provinciano, esa metáfora de España: “Bosteza de políticas banales / dicterios al gobierno reaccionario, / y augura que vendrán los liberales, / cual torna la cigüeña al campanario”.
Ahora que ni las cigüeñas emigran ni los políticos piensan abandonar su sillón, ya rotativo, deberíamos releer al maestro Machado en esa clave esperanzadora que atraviesa toda su obra, de principio a fin. Porque a aquella “España de charanga y pandereta” que él definió para siempre mejor que nadie, opuso una “España de la rabia y de la idea”. Y, ahora que estamos en Cuaresma, frente al Cristo de los gitanos, “siempre con sangre en las manos, / siempre por desenclavar”, él prefirió “al que anduvo en el mar”. Qué diferencia.
Hasta recién viudo y con una daga en el pecho roto, de regreso a Andalucía, se quedó con la estampa de su joven esposa, soñando con ella… “Sentí tu mano en la mía, / tu mano de compañera, / tu voz de niña en mi oído / como una campana nueva, / como una campana virgen / de un alba de primavera. / ¡Eran tu voz y tu mano, / en sueños, tan verdaderas!... / Vive, esperanza, ¡quién sabe / lo que se traga la tierra!”. Nadie que tenga verdadera esperanza, que la ejerza con honestidad y la predique, puede saberlo. Y Machado contribuyó como ningún poeta a esperanzarnos, especialmente cuando concibió aquellos versos en los que condenó al ostracismo la maldita idea del destino y otras zarandajas para que no podamos ejercer nuestro libre albedrío: “Caminante, no hay camino”, nos advirtió. “Se hace camino al andar. / Al andar se hace camino, / y al volver la vista atrás / se ve la senda que nunca / se ha de volver a pisar”. En aquellos proverbios, Machado nos descubrió la evidencia de que nuestra vida nos la construimos nosotros mismos, y que precisamente por ello la esperanza nunca se pierde.
No tuvo mejor forma de demostrárnoslo que dejando aquel último verso en el bolsillo de la última chaqueta que le quitaron antes de enterrarlo allá, desde donde nos sigue señalando el camino… “Estos días azules y este sol de la infancia”. Es muy probable que ese alejandrino perfecto se lo inspirase su propia madre, Ana Ruiz, que había atravesado, como él pero en silla de ruedas, el duro invierno aquel de los Pirineos hacia el exilio al que los forzaban los fascistas que iban a quedarse aquí… Porque la pobre mujer, octogenaria y con la cabeza en otra parte, no paraba de preguntarle: “Antoñito, ¿falta mucho para llegar a Sevilla?”.