En tiempos de Maricastaña, que tampoco hace tanto, los estudiantes se leían El Quijote antes de la adolescencia. Algunos se aprendían parrafadas enteras por el gusto de declamarlas y otros interpretaban diálogos de esa pareja tan célebre que conforman caballero y escudero y sobre la que solo el Romanticismo fue capaz de abrirnos los ojos para que descubriéramos hasta qué punto ese extraño binomio éramos todos y cada uno de nosotros mismos: mitad cuerpo y mitad alma, mitad materialismo mitad idealismo, mitad Sancho mitad Quijote. Ya en mis tiempos, que hace menos todavía, nos leíamos El Quijote en un trimestre, a razón de cuarenta o cincuenta páginas diarias después de la breve siesta. Todavía me acuerdo de aquella edición de papel arenoso, ilustrada por Doré, que me compré a un módico precio en una de esas ferias del libro que en mi pueblo consistían en que ponían de súbito unas casetas con libros descoloridos hasta que todos los volúmenes descoloraban aún más. La nostalgia me lleva a aquellas vueltas y revueltas que les dábamos a los puestos para rentabilizar al máximo las quinientas pesetas que íbamos a invertir. Año tras año nos topábamos con aquellas colecciones eternas que eran eternas porque nadie las quería, aunque las ofertas redujeran su valor de mercado a la mínima expresión. Ya entonces se llevaba otra cosita en el mueble bar.
Hoy me he acordado de la obra cervantina porque mis alumnos se examinan después de haberla leído. Ya no el original, sino una adaptación bastante decente que deja las mil y pico de páginas en la mitad, para alivio de una chavalería a la que también el cine de hace unas décadas le parece insoportablemente lento si cada tres segundos no hay una buena ración de pimpampún. Los chicos de mi juventud no estábamos sometidos a la dictadura del móvil y era más fácil que a cualquiera de nosotros se nos pasara un par de horas extasiados con aquellos largos discursos de Alonso Quijano que al principio de la novela se nos antojaban de un castellano antiguo para jodernos, pero que al cabo de un centenar de páginas nos los tragábamos ya con la mayor naturalidad. Rompíamos el umbral de la dificultad de enfrentarnos a una obra magna de cuatro siglos a base de leer porque no teníamos muchos más estímulos que salir a la calle. Hoy en día, hasta salir a la calle es el menor de los estímulos frente a la lectura porque es dentro de casa donde tientan tantas otras alternativas electrónicas antes de olvidarnos del mundo con un libro entre las manos.
Cuesta tanto que los jóvenes se dejen hechizar por la magia de la lectura sin prisas, que asistimos a un sistema educativo que ahora inventa fórmulas de lectura por las que, en determinados niveles, se busca que cada clase lea casi media hora al día como un gesto revolucionario que en el fondo no es sino una manera de que cicatrice la mala conciencia porque todos somos conscientes de que la inmensa mayoría del alumnado no lee absolutamente nada. Solamente quienes superan la experiencia de leer y encontrarle el gusto sin pensar en las horas saben hasta qué punto leer sin horarios no es perder el tiempo, sino ganarle la batalla a ese cáncer de insospechadas consecuencias que es la falta de lectura comprensiva y la enorme dificultad que tienen tantos adolescentes para expresar dos ideas consecutivas con un mínimo de coherencia si no las ata con la recurrente preposición sacada de la manga “en plan”. Y no, no sirven igual las llamadas lecturas juveniles que los clásicos, porque en estos –que los jóvenes jamás leerán si no se les ofrece en el contexto académico- radican los valores que la propia humanidad ha ido decantando como permanentemente humanistas y las experiencias humanas que, por repetidas en su fondo, nos reconcilian con nosotros mismos. El alumnado lo descubre después de que se le hayan roto los esquemas de su propio horario leyendo, leyendo sin parar, leyendo hasta que se olvidan de que lo están haciendo, leyendo hasta que las locuras de Don Quijote dejan de parecerles tan descabelladas en alguien que, como ellos, simplemente busca construirse para sí mismo la vida que ha soñado alguna vez; hasta que el simple de Sancho Panza se convierte en un gobernador de Barataria con tanto sentido común que lo único que nos extraña tantos siglos después es que nos hayan salido tan baratos los políticos actuales y no hagamos nada por remediarlo.
Hoy se examinan mis alumnos de El Quijote, y no va a ser un examen para pillarlos en el detalle que ya no recordaban, sino una hora para que recuerden para siempre que merece la pena reconciliarse como seres pensantes con una pareja de personajes tan españoles y universales al mismo tiempo y cuyas gestas, afortunadamente, no caben en un reel.