El curso académico está a punto de comenzar y, mientras al personal docente se le hace el cuerpo y los sindicalistas ponen el grito en el cielo por enésima vez ante la sempiterna falta de inversión en lo importante, aquella medida estrella de que los chicos leyeran media hora al día vuelve al entramado de las programaciones didácticas en Andalucía. El invento de leer media hora al día sonaba a perogrullada en los institutos, donde el alumnado pasa seis horas culiatornillado frente al pupitre. Sin embargo muchos padres y maestros suspiraron con alivio como si dijeran por fin, como si hubieran estado esperando durante largos años a que a alguien en la Consejería se le encendiera la bombillita para descubrir esa rara pólvora de que sería bueno que los alumnos leyeran. Algo. Media hora por lo menos. Ahora que el invento ya ha echado a andar, se le notan las grietas, las dudas y la aplicación a una medida que, como todas las que tienen que ver con la lectura, no terminan de fluir como en la teoría, entre otras cosas porque obligar a leer es ya una magnífica medida para que el personal no quiera hacerlo. Hay todavía centros en los que uno de los peores castigos es que te manden a leer a la biblioteca. Y así no se construyen lectores ni se fomenta nada, sino todo lo contrario. Como te portes mal, vas directo a la biblioteca. Qué horror de cuarto poblado de libros.
Lo de media hora leyendo, por obligación, por ley, porque sí, tiene todo su sentido en la medida en que no se cumpla a rajatabla, porque no hay nada como la rutina obligada para que se convierta en un tormento difícil de asimilar. A este respecto me he acordado de esa maravillosa reflexión de Emilio Lledó con respecto a la libertad de expresión. Dice el filósofo sevillano que es obvio que hay que tener libertad de expresión, pero que lo que hay que tener principalmente es libertad de pensamiento. “¿Qué me importa a mí la libertad de expresión si no digo más que imbecilidades? ¿Para qué sirve si no sabes pensar, si no tienes sentido crítico, si no sabes ser libre intelectualmente?”.
Libertad de pensamiento, dice Lledó. Eso es lo que hay que tener, pero la libertad de pensamiento se construye paulatinamente a base de lecturas precisamente, no cae del cielo ni surge espontáneamente. Los chicos, a cierta edad, no tienen sentido crítico porque no pueden tenerlo, ni saben ser libres intelectualmente porque aún no se les han dado las mínimas herramientas para ello. Primero hay que tener conocimiento y luego se aprende a opinar, y nunca al revés. No se puede opinar de lo que no se sabe nada. Es contraproducente que animemos a los chicos a tener mucho sentido crítico con todo si no les enseñamos nada de nada, porque caen constantemente en el error de creer que tener sentido crítico es criticar obedientemente lo que el ambiente general biempensante dicta convenientemente que hay que criticar, es decir, opinar de todo cayendo en el tópico de lo que todos opinan, a ciegas, como en espiral de silencio, por la sencilla razón de que es la opinión mayoritaria sobre cualquier asunto, de modo que tener sentido crítico sea decir lo que se espera que se diga porque todo el mundo acaba diciéndolo y además de tal modo.
Lo mismo con las lecturas. De nada sirve obligar a leer durante media hora si la medida consiste básicamente en eso: en pasar obligatoriamente 30 minutos frente a una lectura, como todo el mundo, si esta no está inteligentemente seleccionada, si no se está dispuesto a leer colectivamente, a releer entre todos, a entender lo que se lee, a comprobar que se está entendiendo, a detener la lectura si ya es suficiente o a seguir leyendo gustosamente más allá del tiempo estimado por quien no va a participar de esas lecturas concretas que a veces le cambian a uno la vida, y los lectores verdaderos saben que no exagero, si no se está dispuesto a que resbale el tiempo sin tiempo más allá de lo reglamentario si es que el lector se ha perdido placenteramente en la lectura que solo en un principio fue obligatoria.
La medida revolucionaria no es obligar a los chicos a leer durante un período determinado, sino disponer de profesionales y de lecturas acordes a cada edad para buscar que el alumnado se termine enamorando de su propia condición de lector. Ya se sabe que el amor es tantas veces ciego y que no lleva ningún reloj digital en la muñeca. Y que tampoco le sirve el del móvil.