Un informe serio (de Save the Children) dice seriamente que los adolescentes, que se han criado con un móvil en la mano, tienen hoy la misma competencia para discernir entre verdades y mentiras que sus abuelos cuando aseguran que cualquier cosa lo han dicho ahí, ahí, y señalan al televisor, creyéndola a pies juntillas, sin advertir que el televisor es un terminal de un medio que se llama televisión, que da cabida a muchísimas cadenas de muchísimas empresas de muchísimos grupos de muchísimas ideologías e intereses y cada cual de su madre o de su padre o de ambos y que, en realidad, el aparato –el chisme en sí- no dice ni mú. Más de medio siglo después, la chavalería sigue apuntando al móvil –otro chisme- con el índice, ahí. Digo yo que algo estaremos haciendo mal la generación de en medio, la misma que quisimos que a nuestros vástagos no le faltase ni gloria y a lo mejor pecamos un poquito al desconsiderar que la gloria comienza por el esfuerzo.
Con las conclusiones del citado informe podemos pensar que la misma vulnerabilidad para que los engañen tiene un octogenario que apenas fue a la escuela y que endureció sus manos antes de tiempo en la dura ventisca de la época que le tocó en suerte que un chaval que estudia Bachillerato y que vive pegado al móvil de día y de noche. ¿Cómo es posible? ¿En qué cabeza cabe que un abuelito tenga la misma competencia digital que su nieto?, podríamos preguntarnos. El problema de fondo es que no es la competencia digital, por mucho que las propias administraciones lleven décadas machacándonos con todo ese conglomerado de palabrería vacía que ha venido consistiendo en que toda brecha social se intenta paliar comprando más aparatitos en vez de contratar a más profesores. Hubo una época en la que los ordenadores portátiles entraban por una puerta a los colegios –con ratios escandalosas- y salían por la que daba a los mercadillos de segunda mano porque esa competencia social que no se recoge en los decretos y que se llama picaresca se había seguido desarrollado paralela y ampliamente a lo que se contaba en las aulas, donde el alumnado que atendía aprendía perfectamente el software y el que atendía menos ya había aprendido cómo convertir el hardware en dinerito contante y sonante, y negro como la endrina.
Es que no es la competencia digital. Es la competencia a secas. La competencia lectora, la competencia lingüística, la competencia comunicativa, saber leer cualquier texto en todas sus capas y no solo en la superficial, inferir, discernir denotación y connotación, intenciones a flor de piel e intenciones ocultas, ironías, sarcasmos, fuentes informativas solventes cuando las haya y ausencia de las mismas cuando el texto dé el cante de que no ha bebido en ellas.
El alumnado llega hoy a clase con la competencia digital superada, sabiendo de móviles, de memorias, de reels, de redes y de webs más que sus docentes, pero los especialistas se empeñan en enseñarles los peligros que encierran los móviles, las redes sociales y las páginas peligrosas cuando todavía no han aprendido a leer críticamente. Ni en una pantalla ni en el papel de estraza. De lo que realmente carece el alumnado no es de cacharritos para su integración en la globalización de la que tememos que algunos se caigan. Hasta los provenientes de familias con economías vulnerables tienen móviles mejores que cualquiera de nosotros. De lo que carece esta nueva chavalería que entra en la Universidad como en el gimnasio no es de oportunidades de aprendizaje en la nube, pues en las nubes anda más de uno, sino de un aterrizaje honesto en las estrategias comunicativas de verdad, sea cual sea el soporte, y para ello hacen falta más medios humanos, más convencimiento –en vertical- de que nadie nace sabiendo leer aunque nazcan sabiendo usar el aparatito.
Lo que le hace falta a la juventud es que alguien, con rigor, les enseñe lo que les enseñarían sus abuelos si tuviesen las herramientas necesarias, a saber: que dos y dos son cuatro en todas partes, que nadie da duros por pesetas, que el movimiento se demuestra andando, que más vale pájaro en mano que ciento volando, que hay más días que olla, que es tan importante lo que se dice como quién lo dice, por qué lo dice y a quiénes se lo dice y que no es de recibo que las generaciones anteriores se hubieran deslomado para que ellos estudiaran y ahora resulte que ellos, pensando que todo producto es barato o incluso gratis, no se den cuenta de que el producto son ellos mismos.