Había más moscas, sí, en aquellas sobremesas de cáscaras de sandías picadas para regocijo de las gallinas, pero también más hormigas, más babosas, más rosquillas, más corianas, más lagartijas y desde luego más diablos -o libélulas, como decían los libros- que revoloteaban en la atmósfera soñadora de nuestras infancias. Hoy se encargarían ellos solos de que esta pesadilla del virus del Nilo siguiera sepultada en la teoría biológica.
El problema es que los niños de hoy creen que los diablos están en el infierno y nosotros, sin embargo, los recordamos en el paraíso de nuestros patios sombreados de aspidistras, en los alambres para tender la ropa de nuestras madres al sol, en las albercas rodeadas de macetas de geranios, en el último rincón transparente y ardiente de nuestra remota memoria de corrales.
Los niños de entonces –los que jugábamos con tirachinas y canicas en las noches de agosto- lamentamos ahora el cambio climático, la subida del mar y las catástrofes biológicas que terminan con la vida de nuestros vecinos de un simple picotazo, pero apenas recordamos ya la fiebre del ladrillo de los adultos de entonces, la proliferación de pesticidas y tantas otras barbaridades que desembocaron en la desaparición de tantas especies fundamentales del ecosistema como nuestros hijos no tienen ya la oportunidad de conocer. Siempre nos quedará el lince de los telediarios, como París, pero ustedes saben que hablo de otra cosa.
Aquellos diablos verdes, azules, granates, de un brillo prehistórico y de una simetría admirable en sus alas mitológicas y en sus ojos como de ciencia ficción no volverán. Como las golondrinas de Bécquer, se marcharon para siempre en aquellas bandadas que a nosotros nos permitían coger alguno, así por las alas, con sumo cuidado, mientras zamarreaban eléctricamente su cola y a nosotros nos imprimían el escalofrío del tiempo sin tiempo en que se derramaban nuestras infancias, observándolos luego atrapados en la casita que les construíamos, liberados al rato y revoloteando de nuevo en la libertad que también nosotros mismos, tan ingenuos entonces, estábamos a punto de perder.
Hay días, como estos de agosto, en que uno cierra los ojos y se convence profundamente de que todo sería distinto si volvieran los diablos.