Se sigue investigando el accidente que acabó con la vida de seis personas en la AP-4 esta semana a la altura de Los Palacios, pero las víctimas parecen dolorosamente claras, empezando por esos dos agentes de la Guardia Civil que cumplían con su deber en la lucha contra el narcotráfico, y en la conciencia de lo ocurrido sigue latiendo el dolor por su juventud y sus vidas por delante, porque vinieran de la otra punta de España a morir aquí tan azarosamente, porque hubieran interiorizado tan temprano ese lema de todo por la patria en una patria en la que sigue asomando el fantasma cretino de que viva la guardia civil, pero lejos de aquí, la gracieta sin gracia que se respiraba entre quienes miraban bobaliconamente, sin ni siquiera hablar –por no hablar de quienes sí lo hacían-, en los sucesos de la narcolancha que les pasó por encima, hasta asesinarlos, a otros compañeros en Barbate hace tan poco que el nuevo accidente, aunque sea un accidente, nos sonroja como sociedad.
“Con el alma de charol / vienen por la carretera”, escribía Lorca hace ya prácticamente un siglo en uno de sus romances más célebres, el de la Guardia Civil española, contextualizado en Jerez de la Frontera y en un ambiente bien distinto en el que este cuerpo simbolizaba la represión que hoy ni siquiera asoma porque de “jorobados y nocturnos”, como los pintó Federico, han pasado a ser ángeles de la guarda en tantos contextos de falta de civilización como nos asolan hoy.
Para quienes hemos nacido en democracia, la Guardia Civil no simboliza ya esa amenaza de tricornios por la oscuridad de nuestras pesadillas, sino un cuerpo siempre dispuesto que empezó demostrando su lema en la peor de las épocas de ETA. A pesar del sufrimiento de sus familias, de la estrechez de sus cuarteles, del miedo profundo de sus mujeres a tender la ropa y de la falta de adecuación de sus sueldos, los agentes de la Benemérita se han seguido cuadrando en este último medio siglo no con la actitud de quien impone nada, sino con la de quien tiene clarísima su vocación de servicio público, tan en crisis en una sociedad en la que la demanda de ser funcionario sigue creciendo pese a todo.
La Guardia Civil española no tiene ya quien se le cuadre porque es ella, con todos los respetos, la que se cuadra ante nosotros, la que nos da los buenos días o las buenas noches, la que nos comprende en las más variopintas situaciones, la que nos aconseja e incluso instruye a nuestros hijos en las nuevas amenazas de la red, la que tiene una solución debajo del asiento de su patrullero, la que se compadece del inmigrante y le ofrece una manta, la que traga saliva por el sufrimiento que se genera en las fronteras, la que protege a quienes se les encomienda aun a riesgo de su propia vida, la que se resta vida para que los demás la tengan en abundancia incluso en el más festivo de los contextos.
Frente a todo ese sacrificio impagable e impagado, nos asalta la sospecha de la ingenuidad doliente de sus más jóvenes valores, de esos que están entregando la vida, insustituible, mientras les faltan los más elementales de los materiales fungibles para desarrollar su labor. Los guardias civiles están haciendo de héroes para nada mientras los villanos ratifican que el poder de verdad se complace en la vista gorda y en el disimulo gatopardiano de que hay cosas que no necesitamos que cambien. Y eso es malo para nosotros y para las generaciones sobre las que aún tenemos responsabilidad. Recordemos que es responsable quien amasa respuestas para poder responder. Y es triste, tristísimo, que frente a la Benemérita solo se cuadre ya la honestidad, mucho más en peligro de extinción que los linces, desde luego, y entiendan mi ironía.