Se marchó El Torta y el flamenco se quedó tiritando

La autobiografía ficticia y creíble que le ha escrito Eduardo a El Torta nos reconcilia con esa incapacidad del flamenco para haber dado abasto con todos sus genios

Álvaro Romero Bernal es periodista con 25 años de experiencia, doctor en Periodismo por la Universidad de Sevilla, escritor y profesor de Literatura. Ha sido una de las firmas destacadas, como columnista y reportero de 'El Correo de Andalucía' después de pasar por las principales cabeceras de Publicaciones del Sur. Escritor de una decena de libros de todos los géneros, entre los que destaca su ensayo dedicado a Joaquín Romero Murube, ha destacado en la novela, después de que quedara finalista del III Premio Vuela la Cometa con El resplandor de las mariposas (Ediciones en Huida, 2018). 

Eduardo Pastor con su autobiografía sentimental de El Torta, en su presentación, en Sanlúcar de Barrameda.

El flamenco, tan ancho como la vida misma, no ha dado abasto en estas últimas décadas con sus intérpretes geniales. También pasó hace más de un siglo, cuando El Mellizo tuvo que morir de tuberculosis en su Cádiz natal, cuando El Torre hizo lo propio vomitando sangre por la Alameda o, hace bastante menos, cuando Camarón mordió las sábanas en aquel hospital de Badalona para gritarse por dentro: “Omaíta, qué es lo que tengo”.

Otro genio del cante, Juan Moneo Lara, apodado El Torta, se vino a morir a Sanlúcar, su particular Ítaca, cuando había reconducido los duendes negros de su desordenada vida gracias al amor de Almudena y al destello de luz perpetua que le supuso su inesperado hijo Juanito. Se marchó sin que nadie lo esperara el último día del año 2013; otro como Unamuno, del que dicen que murió de pena arrestado en su casa.

El Torta también murió en Nochevieja, pero no de pena, sino tal vez de gloria consumada tras haber convertido sus actuaciones en una especie de religión itinerante ante la que ponía firmes a sus fieles, aficionados de todo signo y condición, desde gitanos que se partían la camisa con su grito tantas veces de ultratumba hasta abogados de camisa y corbata admirados de su musa. 

Uno de estos últimos es el también escritor, de Paradas, Eduardo Pastor Rodríguez, tan lunático de los libros que ha montado su propia editorial –ganadería de sílabas bravas, la llama él- bajo el telúrico nombre de La Baja Andalucía, y ha estrenado la cosa con una autobiografía sentimental del célebre cantaor jerezano titulada '¡Qué sabe nadie!'.

El Torta asentiría al oír el título, porque era una frase muy de él, y hasta sentiría escalofríos si leyera el fabuloso relato que, jugando con la oralidad posible y creíble del propio Juan, ha escrito este amante del flamenco que ya se ha experimentado en ese arte de escribir como se habla con Esto no estaba en mi libro de historia del flamenco y, sobre todo, en la autobiografía novelada y no autorizada de Fernando Villalón, Centauro de pena, ambos títulos en Almuzara. 

El librito de Eduardo, que a quien nos apasiona el cante, el campo y las historias de desamparo del sur del sur nos atrapa desde la primera línea a la última, sin descanso, es una joyita evocadora que salió este verano y se ha presentado, cómo no, en Sanlúcar de Barrameda, la ciudad de la manzanilla desde la que el biógrafo se inspiró para meterse en el pellejo de Juan desde que nació en La Plazuela de Jerez hasta que, roto y reconstruido, vino a Bajo de Guía para que San Pedro lo cruzara a la otra orilla. 

Al Torta, genio y figura desde que nació, filósofo del cante que insistía en no saber de flamenco, sino de jondura, le asustó siempre la oscuridad. De niño se escondía bajo la mesa cuando escuchaba los sonidos negros de los Pacote. Resistió como pudo las jameluzas de su padre, que lo quería tanto, para que no se convirtiera en artista, pero el sino es el sino. Y cuando se dio cuenta estaba ganando veinticinco duros, uno detrás de otro, en Los Cuatro Muleros, rebuscándose mientras lo fichaba Miguel de los Reyes para aquel Madrid de jóvenes cantaores que todavía soñaban con desatarle la sandalia a Terremoto. 

La autobiografía ficticia y creíble que le ha escrito Eduardo a El Torta nos reconcilia con esa incapacidad del flamenco para haber dado abasto con todos sus genios, porque va a hacer que muchos incondicionales del cante puro (y del impuro) acudan ahora a descubrir (o redescubrir) a un cantaor que no soñaba con el porvenir y que, sin embargo, entró de lleno en él, después de conseguir el premio de soleares en el concurso de Mairena cuando solo tenía 19 añitos y tantos nervios que se enteró de que había ganado ya en la calle; que se metió en un callejón sin aparente salida con la heroína cuando esta indeseable compañera le era infiel con tantos otros creadores; que pergeñó algunos discos imprescindibles como Colores morenos; y que tuvo los arrestos suficientes para volver a pasear por su barrio de San Miguel cuando las espantás, sus irregularidades, la cárcel, el duende, la falta de voz, sus miedos y su sublime capacidad de transmitir verdades como puñetazos hicieron de él quien era, quien fue, quien sigue siendo.

Háganse con el libro de Eduardo y descubran por qué el flamenco se quedó tiritando de frío aquella Nochevieja de su desplante final. Me lo van a agradecer. De nada.