Imagen de archivo de una tienda de cómics.
Imagen de archivo de una tienda de cómics. CANDELA NÚÑEZ

No pude resistirme y penetré en aquella Arcadia de la ilusión. Ante mí aparecieron anaqueles colmatados de tebeos que siempre soñé tener: toda la colección de Hazañas Bélicas con olor a cordita recién explosionada, la edición completa de Rin Tin Tin persiguiendo con sus ladridos a los apaches mientras el séptimo de caballería a toque de cornetín aparecía de entre una densa nube de polvo ocre, el doctor Bacterio con sus probetas rebosantes de líquido efervescente verde, el capitán Trueno dando mandobles, Tintín y Milú corriendo tras un unicornio azul, a Zipi y Zape jugando al fútbol con Don Pantuflo, a Corto Maltés zascandileando por el muelle, al botones Zacarino liándola parda en recepción del hotel, Sandokan oteando el horizonte y así hasta el infinito.

Agotado me desperté y entonces comprendí: en un ejercicio de regresión había vuelto a mi verdadera patria, la infancia, y ante mí habían aparecido las mejores viñetas de mi vida, donde los bocadillos del alma me recordaron que no debemos permanecer esclavos de las ansias de riquezas y poder, sino que la sabiduría suprema es tener sueños bastantes grandes para no perderlos de vista mientras se persiguen.

Cuando se publique este artículo habré cumplido con uno de ellos.

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