En tiempos de división cuesta dar la razón al oponente. Vivimos en la era de tener una opinión fulminante, frontal y furiosa sobre cualquier cosa, de las nimias a las enormes, de la vestimenta de un presentador a las probabilidades de otra guerra mundial, del reguetón al racismo. Hay que formar un parecer sobre todo, cada día, enseguida. Adhesión o repulsión. Aún más insoportable, hacerla pública hasta donde puede cada cual.
La duda y la pausa, la tibieza, como métodos para acercarse a la obtención de un criterio personal han perdido el prestigio que tuvieran. Ahora son rasgos de flojos y memos, de blandos y torpes. El espíritu crítico está cogido por la pechera. Puritanos, exagerados, negacionistas y libertómanos lo han secuestrado. Si te preguntas por la actitud de los matones, si dices que no sabes, que no lo tienes muy claro, quedas fichado como un oponente.
Cuando leí a Manuel Vizcaíno, hace años, que en la afición y la prensa del Cádiz sólo quería "talibanes" me sentí inmediatamente fuera. Los que tenemos dificultad para la certeza -mucho más para mantenerla sin crítica muda, sin pegas ni cambios- nos quedábamos fuera con la nariz rota por el portazo.
De ahí la sorpresa cuando escuchamos -los discrepantes, los nada talibanes de nada- unas palabras del presidente cadista con las que comulgábamos de lleno. Fue el día del descenso a Segunda División, hace dos meses y poco. Aseguraba Vizcaíno: "No hemos sabido disfrutar de estos cuatro años en Primera División. El club está saneado y en una posición que no ha tenido en 114 años de historia".
Muchos sentimos un frío por la espalda al pensar por reflejo que este señor tiene razón, salvo en la fecha de fundación que no está clara en la mitad de los equipos de España. Cada paso que da, cada cosa que dice desde aquel día, cobran más sentido aquellas frases. Desde algunas salidas del club hasta el frustrante viaje a El Salvador y el reciente reestreno de la comedia dramática Carranza o Mirandilla, that´s the question.
Como dice Manolo (así le llaman los adeptos para dejar clara su militancia desde que inician la conversación), no hemos disfrutado del último paso por Primera. No supimos. Ya el ascenso fue uno de los más tristes (hubo uno trágico en los 80, por desgracia) que se recuerdan. Con toda la ciudad, la comarca y parte de la provincia vestida con su camiseta desde por la mañana, con los niños y los mayores nerviosos, bastaba empatar en casa con el Fuenlabrada para celebrar. Perdimos. Hubo que esperar al día siguiente, ya de paisano, cada uno en su casa, a que otro equipo perdiera para festejar.
Hay detalles que marcan. Fue solo un partido. Un chasco breve. Quizás fue el símbolo de lo que costaba disfrutar de un equipo que apenas ha jugado bien dos partidos seguidos en siete años. Nadie me venga con que no somos el City de Guardiola y ese rollo maximalista. Hay muchas formas de entusiasmar, de dominar, siquiera a ratos, al rival. Como defender, robar y correr. Ser físicamente mejores. A balón parado. Mil maneras. El Cádiz no tenía más método que "el otro fútbol", pendenciero y cabreado. Satanás confunda al que lo inventó.
Este Cádiz de imposible disfrute puso el juego y los jugadores en último lugar, detrás de las finanzas, el márketing, los proyectos empresariales particulares, paralelos, el cuidado de los abonados y hasta de la tienda. Después, al final, el juego. Cuando aparecía un buen futbolista -Álvaro García pudo ser el último- lo vendía a la primera ocasión, normal. Para traer a uno manifiestamente peor. Ya no tanto. De acuerdo. Todos los equipos del mundo, excepto los 20 gigantes, venden sin cesar y a toda bulla. Otra cosa es que compren tan mal durante tanto tiempo. Asi, es verdad, no hay disfrute que valga.
Del desastre de la cantera, ni hablemos. Como todos los males del equipo, éste puede achacarse por igual a las últimas cuatro propiedades y directivas. Hay que remontarse a los 90 para encontrar a un futbolista novel que haya ilusionado mínimamente a su parroquia durante dos meses seguidos. Hay que irse décadas atrás para recordar a un joven que alentase a ir al estadio de La Laguna, el comosellame. Todos acabamos de comprobar el vínculo imbatible que crean los nuevos jugadores buenos con los seguidores. Somos unos vampiros noveleros que necesitamos sangre nueva cada poco. En el Cádiz nunca existe. Así no hay quien disfrute, es verdad.
Cómo pensar en el juego cuando no se pueden pagar las nóminas dirán los que siempre tienen razón porque hablan de lo único que importa: el dinero. Los necios idealistas, zurdos o diestros, creen que un buen juego acerca a unos buenos resultados que pueden ser el mejor método para poder pagar los sueldos durante mucho tiempo. Pero en esto hay versiones, opiniones y precedentes encontrados. Los resultados se han dado durante cuatro años, es indiscutible. Es la mejor etapa del Cádiz en Primera División tras aquella racha que terminó en 1994 y al poco dio con nuestros huesos artríticos en Segunda B.
Los números en el banco (cada uno en el suyo y Dior en el de todos) son los mejores en medio siglo. Nunca estuvieron tan saneadas las cuentas del equipo. Quedaron atrás embargos administrativos y deudas, encierros de los jugadores en los vestuarios, armados con bocadillos de La Escalerilla. Nunca estuvo mejor, menos amenazada, la entidad en lo financiero, en lo económico. Bien. De acuerdo, de nuevo, con el presidente. Es esencial y fundamental. Podríamos preguntarnos entonces por qué no disfrutamos, por qué no valoramos, por qué no aprovechamos, por qué nos riñe ¿Qué nos pasa, doctor?
Hay teorías diversas. Como la raja del culo, cada cual tiene una. Creo que la afición, gran parte, ha caído en el desánimo permanente, en el nihilismo, en el malditismo irresoluble a pesar de venir de cuatro años indisfrutados en Primera. Ese sector, no sé si grande o mediano, cree que siempre va a estar expuesta a que venga un empresario de origen y currículo tenebrosos para comprar, gobernar y explotar a su equipo. Nunca hay un grupo de aficionados de la zona, con tradición real, que además puedan ser dueños y gestores. Nunca están los que pueden sumar trayectoria, pertenencia e identidad al legítimo propósito de fabricar dinero y llevarse una buena parte al bolsillo.
Nunca hay en 50 kilómetros a la redonda personas capaces y suficientes para poner a la misma altura las ambiciones personales y las colectivas; el aprecio sincero e incondicional por la faceta deportiva del club y el rigor administrativo. La última vez que un grupo de gaditanos y cadistas llevó la entidad, los resultados deportivos fueron excelentes (con algún truco bochornoso, el de la muerte) pero se creó un agujero negro tan gigantesco que por ahí pasaron luego Jesús Gil, Gaucci o los demás, la ruina, los descensos, el riesgo de desaparición. Rafael Garófano, uno de los últimos políticos ilustrados que tuvo la ciudad, contaba el espanto que encontró cuando tuvo que hacerse cargo del club por obligación política, sin ser futbolero. Los contratos firmados en servilletas era lo más suave que recordaba.
Esa anhedonia que achaca Vizcaíno a muchos aficionados puede venir del daño que hace a la autoestima esa idea de que todo aquello volverá, de que no tenemos remedio, que sucederá de nuevo porque no servimos como aficionados para llevar nuestra retórica a la práctica. Se nos ha encajado que siempre estaremos expuestos porque no sabemos organizarnos. Ni hay ni habrá alternativa. Lo que viniera (¿Pina y sus amanuenses?) podría resultar entre exactamente lo mismo y ligeramente peor que lo conocido desde 1995 hasta hoy casi sin descanso.
Así que Vizcaíno vuelve a acertar cuando recupera, sin proclamarlo, el eslogan político más antiguo de la historia de la humanidad, el que usan de Trump y Maduro al último presidente de comunidad de vecinos: "O yo, o el caos". Del caos vinimos, ahí lleva razón una vez más. El conflicto social que vive la afición del Cádiz puede tener esa raíz. El miedo a la recaída, la autoestima tan corta, la incapacidad para que los cadistas manejen el club son malos alicientes para el disfrute. Bien al contrario, provocan cierto desapego. Da vergüenza contradecir a Campanella, más aún si la frase aparece en una de las películas de mi vida, pero quizás se pueda matizar, adaptar. No es posible renunciar al apego por el equipo que adoras, ni cambiarte de escudo en las venas, pero es posible distanciarse, enfriarse, ignorar, mirar por el rabillo del ojo medio partido de vez en cuando, comprobar compulsivamente el resultado desde la lejanía. Cuando algo no provoca disfrute, lo natural es dejarlo. Por ahora son mayoría, unos 18.000, los que se mantienen firmes.
Este Cádiz Club de Fútbol es un equipo que corre el riesgo, hace unos años, de empezar a despertar algo similar a la antipatía, al rechazo y al despecho en buena parte de sus propios aficionados. Son esos -una parte, claro- los que sentían bochorno, algo de pudor, como mínimo, al ver cómo la grandilocuencia y el histrionismo copaban el escaparate de su club. Somos felices. Los más grandes del mundo. Contra nosotros y contra la humanidad. Frases quizás bienintencionadas y que, como todas, pudieron ser graciosas en algún momento, en algún contexto, antes de quedar gastadas por el manoseo. Pueden resultar estúpidas según el tamaño de letra que se use. Por seguir con las frases argentinas de fútbol, "al que saca pecho se lo hunden".
Como la verdad es una, la diga Agamenón o un domador de gorrinos, alguna vez habrá que admitir que el Cádiz, el actual como el anterior, ha ofrecido siempre una respuesta mezquina, desleal, a la llamativa cantidad de millones de dinero público que le han llovido. De un nuevo estadio, despreciado constantemente, a una ciudad deportiva, El Rosal, e incluso El Madrugador recientemente, además de los convenios frecuentes. Ni hablar de los esfuerzos infantiles de aquella afición acorralada, incapacitada, llevando dinero a la desesperada a cambio de una acción inservible, del nombre grabado en una camiseta fea. Las dos cosas andarán por algún altillo de casa.
Cuando regresa el debate folklórico del nombre del estadio reaparece, al menos en algunas cabezas, la tentación de desengancharse, de decir que ya vale. Hay que admitir que la jugada municipal es buena. Achaca al club la intención de recuperar "Carranza" cuando el gobierno local suspira por ese gesto que tanto gustará a su parroquia. No, perdone, es cosa de esta gente, del club, verá usted, es que ellos lo han pedido. El equipo también habló de marcharse del campo (construido con dinero público hace apenas una década) para poder traer a Coldplay, montar universidades, crear miles de empleos y un emporio económico. Entonces, a la Alcaldía no le hizo tanta gracia el anuncio y mucho menos lo hizo propio. Ahora recibe con palmas sordas la petición del cambio de nombre, el tercero en cinco años, del mismo campo que a la directiva se le queda pequeño, del que quería irse.
Da todo igual porque Vizcaíno tiene razón. Va ganando y por goleada. Los nuevos directivos de fútbol, los empresarios, como los hosteleros, tienen la nueva necesidad de mostrar su posición política. Va con la vanidad que implica el cargo. Ya que tienen unas ideas, que se vean. Tienen fuerza para ondearlas. Son capaces de atraer a la patronal de su zona, a unos cuantos socios fieles de los números, adoradores de las cifras, también a unos cuantos influyentes en redes sociales y a periodistas. Hasta una escalera de avión sirve para marcar la línea entre los que están conmigo y contra mí. Entre talibanes y pánfilos.
Los de fuera, los alelados, los que no sabemos disfrutar de este Cádiz siempre podremos ampararnos en la Eurocopa y los Juegos Olímpicos, en Nadalcaraz, en Netflix o el cine. Será por oferta. Cada vez dan más fútbol por la tele, este año habrá hasta un partido de Premier en abierto. Además, siempre habrá una aplicación en el móvil para ver cómo va el Cádiz, para sufrir con el resultado. Nada de disfrutar. Vizcaíno tiene razón. No sabemos.