Se puede decir que las lenguas no existen porque todo el mundo habla un dialecto pero, a pesar de esto, tampoco se puede negar que las lenguas existan: desde Andalucía podemos ir por cualquier país de la amplia comunidad hispanohablante y comunicarnos a pesar de las evidentes diferencias que hay según dónde nos encontremos. Entonces, ¿cómo entender que las lenguas existan y no existan al mismo tiempo? El problema aquí está en los términos que utilizamos.
Las lenguas no existen: existen los sistemas lingüísticos. Las lenguas, entendiéndolas como las estandarizaciones de estos últimos, son creaciones académicas mientras que los sistemas lingüísticos son el conjunto de comunidades de habla que comparten una serie de vínculos lingüísticos e históricos, más o menos difusos. Podemos incluso matizar más: si hablamos de las normas estandarizadas, hay que comprender que no todas las lenguas se crean siguiendo un único modelo. Tenemos, por ejemplo, el caso del gaélico: un continuo dialectal dividido en el irlandés, el escocés y el manés que cuenta con una ortografía diferente en cada lengua y, en el caso irlandés, con una forma estandarizada convergente entre sus tres dialectos.
Tenemos también el ejemplo del noruego, una lengua que forma un continuo dialectal con el sueco y el danés, que, a falta de tener una estandarización, tiene dos: el bokmål y el nynorsk. También está la opción que se siguió en Catalunya, donde optaron por estandarizar una variante del catalán central y que ahora parece que se encuentra en un proceso de confluencia con las otras lenguas con las que comparte sistema lingüístico como son el valenciano o el balear. Y, además, está la opción de estandarizar una lengua tomando como referente la pronunciación de una clase social como ocurre en el español o del inglés: la Received Pronunciation (RP) del inglés apenas la habla un 3% de la población en Inglaterra y el estándar español se puede decir, sin miedo de sobresaltar a nadie, que no es otra cosa que la lengua de la clase política dirigente en Madrid. Todas tienen un carácter prescritivista, aunque lo ideal sería avanzar en procesos de estandarización descriptivistas que reconocieran y fomentaran la diversidad.
Hay que entender que la mayoría de las lenguas-estado tienen cientos de años y que se crearon mucho antes de que la Filología naciera (especialmente si las comparamos con las posturas descriptivistas que van ganando terreno en la actualidad) y que esas estandarizaciones tenían, y siguen teniendo, un objetivo político desarrollado desde una serie de premisas ideológicas. Puede resultar chocante que algo en lo que se nos ha educado desde la infancia tenga este carácter interesado a nivel político, y el rechazo inicial es del todo comprensible porque se nos ha dicho que la lengua es una (1) y que está libre de debate, pero, precisamente, es así como se disfrazan los intereses ideológicos.
Hablemos de la ortografía como muestra del triunfo de ese disfraz. Si tildar sólo sigue provocando posturas encontradas, hablar de una reforma integral de la ortografía tiene como respuesta reacciones más marcadas que pueden llegar a entrar en conflicto, como ocurrió con la ortografía de Bello: a lo largo del siglo XIX fue ganando terreno una ortografía reformada y, aunque su objetivo era "simplificar y uniformar la ortografía en América", su espíritu progresista también llegó a España y fue ganando posiciones en el mundo académico y docente.
Así, en 1843, la Academia Zientífica i Literaria de Instruczión Primaria Elemental i Superior de Madrid, con el apoyo de catedráticos universitarios de varios puntos de España, planteó y comenzó a utilizar y a impartir clase con su ortografía reformada. Frente a este avance, la postura de la Academia fue clara: manteniendo un rechazo conservador frontal, lejos de iniciar un proceso de debate y convergencia, acudió a la Corte para que prohibiera la nueva ortografía. Y eso es justo lo que ocurrió. El 25 de abril de 1844, Isabel II aprobó un decreto que prohibía la enseñanza de cualquier ortografía que no fuera la de la RAE bajo "pena de suspensión del magisterio". Pero no se quedó ahí: varios países latinoamericanos habían oficializado la ortografía de Bello y, poco a poco, todos volvieron a la de la RAE. Chile fue el último en hacerlo, siendo esta ortografía abolida con una ley aprobada el 12 de octubre de 1927, Día de la Raza. Todos los argumentos y debates planteados por la parte reformista fueron acallados, sin mediar respuesta, mediante leyes mordaza instadas por la RAE y aprobadas por las distintas instituciones políticas de la época. No se puede decir que la ortografía del español sea, precisamente, fruto del consenso.
Pero, si incluso unos cambios superficiales en la ortografía levantan pasiones, poner en cuestión que la lengua que hablamos cientos de millones de personas pueda no ser referida en su totalidad como "español" hace que muchas voces entren en jaque y comience una reacción defensiva que, como siempre, se manifiesta primero con el rechazo y la burla. Es una reacción que entra dentro de lo esperable pero lo cierto es que hay pocos argumentos que no tengan un carácter político o ideológico para defender no solo la etiqueta sino la ordenación lingüística que emana de ella. Y, teniendo ese carácter político, las reacciones en su contra también son de esperar. Resulta totalmente legítimo mantener la inercia de una etiqueta utilizada durante siglos, aunque este debate también puede ser planteado de una manera que no sea puramente nominal sino estructural en lo que al ordenamiento de nuestro sistema lingüístico se refiere.
En relación a las etiquetas, en los últimos días hemos visto cómo la declaración por parte de la senadora D.ª Pilar González, de Adelante Andalucía, refiriéndose al andaluz como "lengua natural", ha provocado toda la reacción que se puede esperar de una afirmación así a pesar de que el concepto podría ser aplicable asumiendo que una lengua natural es, resumiéndolo mucho, la lengua hablada no estandarizada ni instruida que se adquiere; frente a la lengua cultivada que sería la estandarización de la lengua natural y que es aprendida. Si nos fijamos, el problema vuelve a ser de utilizar un término u otro. Aquí el rechazo viene dado por el uso de la palabra lengua, encorsetando el posible debate a un marco muy limitado y estrecho en lo ideológico.
Ante esto, cabe preguntarse si el andaluz es una lengua o no. Y la respuesta es fácil: no, el andaluz no es una lengua. Ni tiene ese reconocimiento ni ha sufrido, en consecuencia, un proceso de estandarización. Esto nos deja otra pregunta en el aire: ¿podría el andaluz ser una lengua? Aquí la respuesta también es fácil: por supuesto. Solo tendría que ser reconocido bajo esa etiqueta y que se realice un proceso de estandarización. Estamos, pues, ante una cuestión que se reduce a la voluntad de crear una estandarización o no (y cómo hacerla o no). El sistema lingüístico hispánico no se vería afectado ni un ápice si se considerara el andaluz una lengua, sobre todo considerando que ya existen varias estandarizaciones no oficiales (para usos más mediáticos que académicos) en el mundo hispánico.
¿Podría contar el sistema lingüístico hispánico con varios estándares/lenguas y que una de ella fuera la andaluza? Por supuesto. Esta es una situación que ya ocurre en el sistema inglés y que no ha impedido ni que deje de ser una «lengua de cultura» ni puesto en cuestión su carácter de lingua franca internacional. De hecho, si el nacionalismo español insiste en seguir el camino de querer retomar Madrid como la capital de la lengua, no debería sorprender que se llegue a dar una reacción que cuestione la unicidad del español para avanzar hacia la pluralidad hispánica.
Dicho esto, resultan muy reveladores los argumentos que se utilizan para negar que el andaluz pueda ser una lengua por la incoherencia que a veces muestran por cómo, negándolo, afirman que lo es. Por ejemplo, llama la atención que se argumente que el andaluz no puede ser estandarizado debido a su diversidad. Asumimos que el español engloba toda la diversidad de los cientos de millones de sus hablantes y, a pesar de eso, sí tiene una forma estandarizada. Si la lógica diversidad de ocho millones de personas no puede ser reunida de ninguna manera, ¿cómo es que sí puede serlo cuando abarca a casi quinientos millones? ¿Por qué no se aplica ese argumento de manera crítica al estándar del español?
Además, la batalla de las etiquetas también resulta llamativa: dando por hecho que "andaluz" y "español hablado en Andalucía" hacen referencia a exactamente las mismas formas, se suele plantear que es preferible utilizar "hablas andaluzas" por la diversidad que lógicamente se da en esta tierra (como ocurre en todas partes) sin que nadie haya hecho referencia a que ese mismo criterio haría inviable hablar de un (1) español hablado aquí y que sería preferible hablar de "hablas españolas en Andalucía". ¿Cómo es posible que no se aplique un mismo criterio a una misma realidad solo cambiando la etiqueta que se utiliza? ¿El andaluz es diverso pero el español hablado en Andalucía no lo es? ¿Es que acaso ambos términos no hacen referencia a una misma realidad ni tienen las mismas consecuencias en la práctica? ¿Cómo es posible que la diversidad no afecte al español?
Pero este debate no acaba aquí: existe otro argumento que se suele argüir al hablar del andaluz que es la necesidad de hablar según el estándar español para hacerse entender, porque "hablamos mal" y tenemos que aprender a hablar bien (y la presencia anecdótica del andaluz en la RTVA responde, en última instancia, a esta mentalidad). En relación a esto, en los años 80, ante la estandarización del euskara, Gregorio Salvador, exdirector de la RAE, defendió públicamente que ese proceso no podía llevarse a cabo porque cada dialecto del euskara era una lengua en sí misma debido a la falta de comprensión mutua entre ellos. Si aplicáramos ese criterio con esa defendida necesidad de hacerse entender tendríamos que el andaluz (o cualquier otra variedad hispánica que piden que se subtitule) es una lengua por sí misma. Negando la existencia pública del andaluz tenemos que, irónicamente, se plantea que es una realidad independiente.
Como vemos, está cuestión no es simple y tiene las suficientes aristas como para denostar una u otra postura a la ligera. Y que haya argumentos ideológicos tampoco debería suponer un problema siempre que nos encontremos apoyando valores democráticos e igualitarios y enfrentando sus opuestos: caer en una demonización gratuita de todo lo ideológico sin considerar los valores que se defiende también sería un error. Quizá por eso, lo ideal sería poder debatir el porqué, el cómo y el para qué se querría que el andaluz fuera una lengua o no lo fuera… aunque ya hemos visto, con el ejemplo de la ortografía de Bello, qué ocurrió la último vez que se intentó debatir y plantear propuestas reformistas.