“Ah, déjeme en paz. Yo amo a mi mujer“, afirmaba el presidente federal alemán Heinemann, durante una entrevista en la que le preguntaban si amaba a Alemania.
Soy de los que piensan que solo se puede amar a los seres vivos y con cautela de no dejarse llevar por el invento romantizador del amor, basado en el amor cortés, ni dejarse llevar por ese diccionario de la RAE: “sentimiento inmenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”. Verdaderamente, después de la lectura de esta amojamada interpretación del amor, se comprenden cosas como la dependencia emocional cultivada por la alta cultura.
Si el amor nace de “la propia insuficiencia” que me dejen en paz. Amar a objetos o entidades que no sean seres vivos no me sirve, me parece que sí, en ese caso, que tendría razón la RAE con lo de la ”propia insuficiencia” y debería dejar de considerarse amor para nombrarse dependencia emocional por mengua emocional. Respeto a todas las personas, no necesariamente a sus ideas: no todas las ideas son respetables, y la idea del amor es discutible en estos términos.
No creo que se pueda llegar al amor desde la insuficiencia, y menos aún hacia un objeto, insisto. Considero que el amor es un resultado que nace del respeto, de la consideración y de la admiración. Quien ama, pienso, desde estos presupuestos no sufre suficiencia, sino plena madurez y empoderamiento. Por supuesto, deseo y amor pueden ser complementarias, aunque no deben ser confundidas y por separado sean igualmente legítimas.
El amor a la patria, aclarado que lo es a la madre patria, plantea diversos problemas. El segundo sería el disparate semántico de una madre-patria. Piénsenlo. Una madre-padre. Porque debe quedar claro que patria viene de padre. Hace tiempo que renuncié a la patria y me abracé a la matria por provocar, pero para afirmar que lo que me interesa es lo que de humano tenga: la lengua transmitida con amor y cuidado, para comenzar. La patria es el patriarcado, observen la raíz de la palabra; la patria es militar, es el soldado desconocido al que le ponen un altar. La patria es, en última instancia, muerte.
España es una casualidad, como es casual, que yo naciera en un territorio traidor a España por orden de Franco. Bizkaia y Gipuzkoa fueron traidoras a España hasta la Constitución de 1978. Tampoco amo a Euskal Herria, aunque si aprendí a disfrutar una inmensa alegría cuando pronunciaba su lengua y la podía saborear. También saboreo la lengua española, como la lengua alemana, y me sabe rica, también, la portuguesa.
Amo, solo puedo amar, a las personas que respeto porque las conozco, y de ese respeto me alcanza una profunda consideración y, para llegar a amarlas, he pasado por la admiración hacia ellas.
España es un territorio diverso y hermoso. Euskal Herria es un territorio diverso y hermoso. Alemania es enormemente diversa y muy linda. No les voy a hablar de la Argentina, de Uruguay, de México, de Suiza y mi ciudad suiza favorita: Basilea. Andalucía, con mi favorita Cadi. Qué decirles de Italia. Stop.
Que la derecha se apropió de la patria, de la bandera y de todo lo que puede está claro; no hay duda. Me gusta como suena patria en el Río de la Plata porque aprendí, con un sector del peronismo y de la izquierda, que “la patria es el otro”. Acá es la izquierda la que, sin apropiarse de ella, nombra a la patria en ese sentido de solidaridad y respeto por las personas, sin disolverlas en la nación. Emociona escucharlos, hablar de la nación y cómo en esa sola palabra nombran a cada persona. Pero ni así, seguramente por mi raíz, puedo amar ni a la patria y a la nación. Gusto de mi lengua, mis lenguas, que me unen a mis personas queridas, por respetadas. Mis lenguas que me unen a actos comunes cotidianos de mi agrado. Yo solo amo a mi mujer, sin aspavientos y profundamente. Sin anunciarlo siquiera. Incluso sin pronunciarlo. ¿Para qué, hechos son amores y no buenas razones?