Cádiz, mediodía de agosto con 36 grados y viento de levante. No hay dolor. Teníamos esta reunión pendiente desde hacía mucho tiempo y no están las agendas de estos tres viejos amigos como para andar aplazando citas. Hemos quedado a la una y media en La Cepa Gallega, felizmente reabierta tras año y medio. Bernardo, un extremeño de Badajoz al que Félix ha traspasado el negocio con algunos de los antiguos trabajadores, mantiene intacto el local, con idéndica carta y mismos proveedores. Salazones, embutidos, conservas, vinos y la misma atmósfera que le procura la clientela, la de diario y los que vamos muy de vez en cuando.
Un vermú y palometa en aceite como bienvenida, al que le sigue otro vino macerado con hielo y un exquisito lomo doblado en su papel de estraza, y en papel también una ración de queso viejo de cabra El Bosqueño, que se hizo con una medalla de oro este año en la International Cheese & Dairy Awards.
Hemos coincidido tomando el aperitivo con Orlando, un gaditano que lleva 28 años trabajando en una multinacional por Sudamérica y Estados Unidos y que está en su ciudad natal de vacaciones, pero haciendo planes para ocupar en cuanto le prejubilen una vivienda que ya ha adquirido cerca de la calle Plocia. Me está hablando de las maravillas de su tierra, que comparto una a una, cuando algo parecido a un golpe de calor me provoca un sudor frío que está a punto de dejarme k.o. Emplazo a mis compañeros a que vayamos al siguiente destino, que no es otro que el bar Coruña, otro clásico del centro. La brisa de la calle me alivia algo.
El Coruña ocupa desde hace más de medio siglo una esquina privilegiada junto al Ayuntamiento. Aparentemente no te dice nada. Una gran barra alargada a la derecha y varios feligreses tomando el aperitivo. La decoración es sencilla, por no decir retro. Vengo buscando algo de aire, pero observo que el ventilador que está debajo del televisor no está funcionando. Antes de preguntar al encargado, una ráfaga de aire providencial, que ha entrado por la puerta del bar que da a la calle San Antonio Aband y sale hacia la plaza San Juan de Dios, me devuelve a la normalidad. Nada como el aire acondicionado natural.
Tomamos asiento en tres sillas altas. Venimos a tiro hecho a por una pescadilla negra del fondón. La han pescado esa noche en el muelle de Cádiz, y uno de mis acompañantes se ha cerciorado de que Antonio, que es como se llama el encargado, prepararía una para nosotros.
El ejemplar debe medir casi un metro. Antonio la parte a rodajas y se las lleva para enharinarlas y freirlas. Para beber nos han colocado una botella entera de casera blanca y otra de tinto para que nos sirvamos a nuestro gusto. Al rato, el encargado llega con una señora fuente con rodajas doradas y recién fritas acompañadas de pimientos fritos. Tengo interés en hincarle el diente, porque la mayoría de las pescadillas que comemos están congeladas y les falta sabor. Todo el que encontramos en esta tiene la carne blanca, jugosa y sabrosa a más no poder. No recuerdo haber probada otra igual. Entre los tres apuramos la fuente deleitándonos con una experiencia que es lo más parecido a comerse Cádiz a bocados. La ración y las bebidas, 20 euros. Un regalo.
Tenemos mesa reservada en El Terraza, otro clásico del centro de Cádiz, que cumplirá próximamente 65 años en el número 3 de la plaza de la Catedral. El cabildo catedralicio y el clero pueden dar cuenta de sus guisos y raciones durante todas estas décadas, pero me cuentan que también en su reservado Alfredo Pérez Rubalcaba fichó como ministra a Bibiana Aído. Nos atiende Pelayo, el hijo de Fidel, uno de los muchos montañeses que cruzaron la piel de toro a mediados del siglo pasado para dedicarse al comercio y a la hostelería. Me hablan maravillas del menudo y de las lentejas, pero Sanidad debe tenerlas prohibidas con la que está cayendo.
De entrada nos sirven unas minitostas de ajoblanco con anchoas. El majado está bien despachado de ajo, pero no me desagrada en contacto con la conserva, del Cantábrico por supuesto. Pelayo nos sirve una muestra de su ensaladilla, con la mayonesa azafranada y los trocitos muy chiquitos. La fuente de tomate es la compañía perfecta para una ración de ventresca de atún que es marca de la casa. Viene el pescado sobre una cama de patatas fritas rubias que no pueden tener mejor pinta. Decidimos no pedir postre, pero Pelayo nos trae tres piononos de Santa Fé ante los que es imposible resistirse. La cuenta, algo más de 40 euros entre los tres. Otro regalo.
Concluimos la jornada en el Casino Gaditano de la plaza San Antonio, adonde hemos llegado en taxi. Espectacular su decoración mudéjar y la acogida de algunos de sus socios, que están tomando una copa con sus respectivas a esa hora. Con una copa de Cacao Pico y una porción para los tres de una dignísima versión de la tarta de zanahoria americana (carrot pie) ponemos un gran broche a una jornada de lo más castiza en la que no hemos dejado de masticar Cádiz. Nos marchamos con el anhelo de repetir cuando antes. Del calor y el levante, ni rastro en el recuerdo.