Un aroma familiar envuelve una panificadora tradicional en la que muchos maestros panaderos han horneado el pan. Antonio Vascuñadas, que lleva toda su vida en el oficio, amasa y transporta este alimento en carros con la ayuda de Álvaro José en la histórica panadería portuense La Divina Pastora. Sus despertadores suenan a primera hora de la mañana para, a las 6.00, comenzar a manipular la harina, el agua y la sal.
Acompañados de un agradable olor, elaboran minuciosamente cada pieza de pan al estilo artesanal hasta el mediodía. “Mientras que yo estoy cociendo el pan, él está preparando la masa”, comenta Álvaro Ojeda, que lleva aprendiendo los trucos de la tahona cerca de ocho años. En sus manos recaerá un legado que, de momento, continúa al cargo de su padre, Antonio Ojeda, y que ya ha pasado por tres sagas familiares. Su origen se remonta a 1834 cuando Tomás Gómez fundó el local y lo bautizó Divina Pastora en honor al nombre de su hija. “Eso me contaron”, dice el propietario sentado en el patio interior del local.
La familia Gómez sacó adelante esta panadería hasta 1956, fecha en la que los Carrión llegaron desde Cádiz y “revolucionaron todo”. Ellos fueron los primeros que empezaron a hacer barras de pan, inexistentes hasta entonces, y a suministrarlas a hoteles como El Caballo Blanco y Puerto Bahía. En su equipo seis panaderos estaban desde la una de la madrugada con las manos en la masa utilizando hornos que todavía se conservan.
Según cuenta Antonio, a escasos metros de este negocio, en el número 24 de la calle Ganado, punto neurálgico del comercio local en la época, se hallaba la panadería de su abuela, la de Ojeda, y en el 14 la famosa pastelería de La Perla que su padre Manolo Ojeda inició en 1944. “Estábamos toda la familia aquí”, dice el portuense recordando a su abuela en el mostrador de mármol y los hornos llenos de la leña sobrante de las botas de las bodegas. “Ella siempre estaba regalando picos a los niños y limpiando la madera con su bata”, añade.
En el negocio vecino al que ahora regenta, su padre empezó a hacer los primeros pasteles que poco tiempo después se venderían en La Perla, abierta hasta que el alma máter de la panadería falleció en 1970. “Mis abuelos se conocieron en una panadería, él era maestro panadero y ella una gran cocinera, y mis padres se conocieron en la panadería de ellos, mi madre tenía una tienda de costura justo enfrente”, explica Antonio reviviendo unos tiempos que revelan casualidades. La vida da muchas vueltas, pero para él, la historia se repite. “Mis abuelos tuvieron tres hijos, Antonio, Pepe y Manolo y acabaron en una panadería, justo igual que yo”, dice.
El portuense se convirtió en el nuevo dueño de La Divina Pastora en el 2000 después de que Paco Carrión, que llevaba haciendo el pan 44 años, se jubilara. Antonio le relevó con gusto. “No tenían hijos, yo tenía amistad con él y si no lo cogía nadie, se perdía”, comenta el dueño, que vio que el local podía ser también otro punto de venta para los pasteles de La Perla.
Lo primero que hizo fue realizar una gran reforma. La maquinaria estaba deteriorada y en el local se notaba el paso del tiempo. Así, hizo un lavado de cara al establecimiento y habilitó un patio donde se hallaba el cuarto de harinas para la cafetería. Además, mandó a hacer en un taller de Triana el emblemático azulejo que luce en la puerta.
Pese a las mejoras estéticas, la panadería siempre ha mantenido su esencia, productos de tradición que una clientela fiel continúa demandando. Las semitas, los panecillos, los molletes, los picos, las regañás o el pan candeal. Pero, según Antonio, la estrella de La Divina Pastora son los suspiros. “Se dan a los niños cuando empiezan a llorar porque le están saliendo los dientes para que lo chupen, y se callan”, explica mientras trae una bolsa llena de este pan duro que resuena al apoyarlo en la mesa.
“Vienen de todos lados a llevarse los suspiros”, comenta Antonio que también menciona las avellanas como otro producto típico en esta panadería. “Todas las semanas se traían tres sacos, pero un día vino Sanidad y nos dijo que no podíamos tenerlas porque se mezclaba con el pan”, cuenta a punto de terminar la cronología que acaba de esbozar.
La siguiente etapa es la pandemia. El propietario lamenta los estragos de la crisis que se suma a la decadencia que sufre el casco histórico, ansioso por recuperar su actividad económica. “Las tardes eran horrorosas, la cafetería se cerró, un puesto de trabajo menos, nos quedamos al 50%, nos ha destrozado, no sé el tiempo que vamos a tardar en recuperar”. El portuense veía que los vecinos optaban por congelar el pan y muchos llamaban por teléfono para hacer sus pedidos. La cercanía desapareció y, además, clientes de toda la vida fallecieron. No solo por el covid, el ciclo de la vida también siguió.
“Pero luchamos”, añade depositando sus esperanzas en los meses de verano, cuando normalmente alcanzan su mayor pico de ventas. El negocio continúa en El Puerto gracias a generaciones y generaciones. A cualquiera se le van los ojos detrás de las vitrinas de este comercio que ya cumple 187 años de vida.