Los hay de multitud de sabores, para gustos y colores. Los caracoles tienen un selecto público en esta primavera. Pero en esa pluralidad de preferencias, los que triunfan son los de caldito, especiados, de toda la vida. Eso sí, no hay dos establecimientos idénticos. Porque los caracoles son como los pucheros de las abuelas: cada uno tiene su toque.
En ese mundo de variedades, hay un rincón en Sevilla que, de repente, se ha convertido en una milla de oro de los caracoles. Seguramente, porque es uno de los pocos lugares del centro que no está especialmente turistificado. Es la Sevilla de los sevillanos, aunque algún turista haya que se pasee en bañador, gafas de sol y mochila al hombro. Es el Pumarejo, ajeno al good morning, donde todavía hay bares que ofrecen gasterópodos, algo que, así como así, no va a convencer al visitante. Si hay caracoles, hay autóctonos.
Cuatro establecimientos en apenas una placita cuentan sus historias. Los hay que llevan toda la vida, y otros que han realizado una apuesta hostelera reciente que tiene gran aceptación en primavera.
Rafael Martín es propietario de Bodegas Camacho. El local abrió en 1958, como muestran sus vasos de Cruzcampo, aunque Martín llegó hace solo cuatro. Resume el secreto de un lugar que guarda las esencias: "Que el caracol esté bien limpio y bien cocinado". "Y las especias", apostilla. No le ha ido nada mal desde la reapertura de 2021, tras un año de cierre a cuenta de la crisis sanitaria. Las tarrinas, los vasitos, no paran de salir en un templo que popularizó la familia Camacho.
Muy cerca está la Bodega Umbrete. Es más antiguo, de 1929. Raúl Infante es tercera generación. Todo empezó hace 50 años, "cuando mi padre los ponía gratis con el vino". La receta, de hecho, es de su padre. "Tiene detrás muchas horas de trabajo", cuenta.
Ambos negocios empezaron con el vino. Pero como fueron cambiando los gustos en Sevilla, un viernes por la noche no hay más que pasear para observar las mesas con vasitos repletos de dorado. Y así seguirán hasta que prácticamente acabe junio, o incluso principios de julio, para que los caracoles se acaben y los sevillanos queden huérfanos de succión.
No hay que ir al siglo XX para entender por qué es un templo del caracol la plaza del Pumarejo. Del bar El Puma, abierto hace 3 años, hay una historia más reciente. "Empecé haciendo caracoles en pandemia", cuenta su cocinero, Jose. "No tenía trabajo y solo podía ir al mercado. Los sabía hacer más o menos, así que un día compré un kilo. Me sobraron y le di a un vecino". Aquel compañero del barrio le conminó a seguir: "Cuando hagas, yo quiero y te los compro".
Se corrió la voz. "En los aplausos de los sanitarios, aprovechábamos y pasaban los caracoles de azotea en azotea y volvía el dinero de vuelta". Así de simple. La historia detrás de un establecimiento que ha florecido gracias a la receta.
El secreto es "lavarlos mucho, y le echo muchas especias, como me enseñó un amigo, y espumarlos bien. Yo, por ejemplo, no le echo cilantro, pero sí orégano. Otra gente lo hace al revés".
En Casa Macareno abrieron también en 2021. Un secreto es que muelen "las especias a mano", sin muñequilla, abundando en "el picantito". Hay que echar paciencia para que se decante, porque las especias acaban en el propio caldo flotando sin filtro. Otro factor diferencial y que ofrece sabores diferentes.
Croquetas de caracol, la última irreverencia
Un poco más allá del Pumarejo, el Cuelge de Santi Temblador ha llevado a cabo su última "irreverencia culinaria", como el propio chef jerezano afincado en Sevilla explica.