Enrico Granieri, que acaba de celebrar su 40 cumpleaños, cambió Grignasco, en el Piamonte, a la falda de los Alpes de su Italia natal, por la Sierra de Grazalema. Y tan feliz. Poco tiene que ver su vida en la pequeña y bella Zahara de la Sierra con aquellos años en los que fue encofrador junto a su padre, cuando vivía en Gattinara. Entre aquel jovencito y el padre de familia actual, sin embargo, hay un nexo en común que se ha mantenido invariable en estas décadas: su enorme pasión por la pizza artesana y su amor por la cocina y los productos italianos.
Con 26 años, cansado de las obras, de la construcción, dio el salto a España. Y aquí se ha quedado. Primero probó suerte en Puerto Banús, como cocinero en La Pappardella, y lo que era una prueba se acabó en nueve años en los fogones del restaurante de la exclusiva urbanización de Marbella. Pero por los vericuetos del destino, tras diversos trabajos y unas primeras incursiones en Zahara de la Sierra y Algodonales, ha acabado regentando un recoleto quiosco en la localidad enclavada en el Parque Natural de la Sierra de Cádiz.
De ese quiosco, con cocina y horno, con una mata de albahaca siempre fresca en su ventanita para despachar, han salido este verano una media de 100-120 pizzas diarias. Y a pesar del reducido espacio, también ha vendido helados y chucherías italianas, ha servido copas de Aperol Spritz y vino blanco Prosecco, ha despachado platillos de tiramisú casero y hasta ha montado platos de pasta fresca que él mismo elabora. “Los fines de semana tengo más tiempo y es un espectáculo. Mi objetivo es cocinar en directo, sacar los fogones y hacer pasta fresca delante de los clientes”, fantasea.
Siguiendo el recetario de su abuela paterna, aprovechando la experiencia en cocina de restaurantes, su formación en escuela de hostelería, y por supuesto, volviendo locos a los proveedores de su país —que no terminaban de tener claro si era una broma eso de mandar burrata a un pueblo de Cádiz a casi 1.900 kilómetros de distancia—, Enrico no está solo en esta singular aventura empresarial. De hecho, Mari Carmen Cañete, unos años mayor que él —“eso no se pregunta”— su mujer, “cien por cien zahareña”, ha sido clave para echar raíces en esta villa medieval que se incluye entre los pueblos más bonitos de España. Ambos comparten una hija, que ahora tiene cinco años, y un negocio que va viento en popa.
Pica el sol del membrillo en la terraza del quiosco. Parroquianos y turistas que se han dejado caer por el pueblo un día laborable cualquiera empiezan a degustar algunas de las delicias que prepara en apenas un puñado de metros cuadrados un chico que amasa de madrugada y prepara decenas de pizzas desde la hora del almuerzo.
“Esto me viene de familia porque, básicamente, nos gusta mucho comer”, explica Enrico, quien luego cuenta que ya con diez años ayudaba a su madre en la pizzería que regentaba en su pueblo. O también, “más chico”, recuerda cómo se quedaba “embobado” viendo a la nonna preparar raviolis o tortellinis frescos. “Con 26 años me vine a Puerto Banús, a la aventura, buscando trabajo, oportunidades… como siempre me había gustado la cocina quería hacer lo que siempre me había gustado”, rememora.
Y ahora, un paréntesis en su historia. ¿Y ese acento, es casi, casi zahareño? “Po zí”, espeta entre risas. “Mucha gente me dice: killo, ¿de dónde ere…?” “Ya me siento de aquí”, confiesa. Tal es así que en todo esta peripecia vital, llegó a regresar a su país para probar fortuna con un negocio propio, pero admite que no solo cerró pronto por los numerosos gastos e impuestos, también por el cariño que le había cogido a Andalucía. “Tenía ganas de volver, echaba de menos España, el Sur; mi región en Italia es, según dicen, como aquí el norte, con la gente más fría, menos abierta”.
Pero no todo ha sido un camino de rosas. Experiencias fallidas y un trauma laboral que, en cambio, se lo toma como un aprendizaje. “Estuve tres meses en Ibiza, trabajé tres meses allí, pero no me pagaron ni un euro; me tiraron a la calle, me llevé una semana durmiendo en la playa, me estafaron, pero ya está, ahí terminó la aventura. Uno aprende a vivir un poquito, cómo es alguna gente y eso…”.
Años después, se asentó en Zahara de la Sierra donde narra que un domingo cualquiera, “hablando con Santi —Santiago Galván, alcalde de la localidad— me propuso que montara algo diferente en el pueblo, para complementar la oferta gastronómica. Yo le dije que encantado, pero que necesitaba un local. Entonces me dijo que podía pillar el quiosco… y pensé: ¿por qué no? Es como una food truck, pero estático. Vimos que era posible administrativamente y me lancé”.
Enrico trae un par de birras, una Moretti y una Peroni, y acompaña la jugada con un plato de embutidos italianos, tomates secos, rúcula y dos cucharitas de gorgonzola. Junto a la imponente vista de la serranía de Grazalema, reluce un enorme y colorido panel con decenas de tipos de pizzas con combinaciones de sabores que “hemos ido amasando, no son a capricho, me gusta echar tiempo en probar combinaciones”. “La masa, fina y con los bordes gruesos, ni napolitana, ni romana, la elaboro yo, con buenas harinas italianas, tomate y productos italianos”, cuenta, antes de enumerar los ingredientes de su última creación: rulo de cabra, cebolla caramelizada, jamón de la Sierra de Cádiz, tomate seco y perlas esferificadas de un vermú que hacen en el pueblo.
"Una pequeña Italia en Zahara de la Sierra"
Hasta ahora, Enrico y su mujer han montado “una pequeña Italia en Zahara”, pero su idea es expandir el negocio con franquiciados que lleven sus pizzas a otros puntos de la provincia. “Viene gente de todas partes, el boca a boca está funcionando muy bien, y muchos me dicen: por qué no abres en Arcos, por qué no abres en Jerez… Ya veremos. De momento lo que he pasado es mucha calor este verano en un sitio tan chico y haciendo más de cien pizzas al día”, reconoce soltando una sonora carcajada.
Hace sus propios grisinis, hace focaccias rellenas, costillares al horno y lasañas a la boloñesa con pasta fresca. Y también tiene tiempo para encargar chucherías italianas y seguir haciendo patria en su pequeño quiosco. Duerme poco y amasa mucho. Hasta el alba normalmente. Y regresa a la hora de comer para entregar pizzas a madres que salen con sus niños del cole y a turistas que pasean por la perla de la Sierra de Cádiz.
La eccola —“que me acompaña siempre, la hacía mi madre”—, que lleva queso de cabra, panceta, nueces y miel; la diavola, con mozzarella, gorgonzola y salami picante; y la pulled pork, con cerdo desmigado, tomates cherrys y cebolla, son algunas de las pizzas que más despacha. También en porciones, o también como calzones (pizzas cerradas). ¿Un secreto? Sirve dos. “Ser pizzero no se aprende en YouTube”, afirma; y la pizza buena no engorda: “Yo como pizza por la mañana y por la noche, y mírame, ¿me ves gordo?”.