El escritor extremeño Jesús Carrasco (consagrado desde la magnífica Intemperie y enamorado del Carnaval de Cádiz) defiende en Elogio de las manos, su última novela (Seix Barral, Premio Biblioteca Breve) cualquier forma de artesanía basada en una labor manual.
Entiende el autor que es la mejor técnica de meditación, concentración y relajación que haya conocido la humanidad en esta parte del mundo, sea o no a cambio de un sueldo. Dice, es lo más cerca que se puede estar de la serenidad, ya que la felicidad son los padres.
La fijación necesaria para repetir movimientos con velocidad y sentido determinados elimina cualquier pensamiento tenso, cualquier pesar. Si no puede con ellos, la tarea no avanza. Si avanza es porque los ha espantado un rato. De escribir con boli o lápiz, a tallar y esculpir. De tocar un instrumento musical a fabricarlo.
Añade Carrasco que cuando un oficio artesano muere, casi siempre a manos de la tecnología, se lleva a la tumba determinados gestos, unas técnicas concretas, incluso herramientas exclusivas que ya nunca vuelven a usarse en la tierra. Ni en el mar.
Cuesta negar esa tesis literaria en la "sala de las mujeres" de la centenaria Conservera de Tarifa. La nave, rojiblanca, antigua, de techo lejano, a dos aguas, está llena de "estibadoras" uniformadas de azul añil. Todas con guantes violeta. Su lugar de trabajo recibe ese nombre porque las manos más grandes y toscas de los hombres son inútiles aquí.
Las que están en la sala son las encargadas de hacer algo tan falsamente simple, tan portentoso, como meter pescado en latas para su conserva. Han repetido tantas veces los movimientos, tan perfeccionados por la práctica, que pueden hacerlos sin mirar, sin perder precisión casi quirúrgica, con una suavidad vertiginosa.
Usan un pequeño cuchillo raspador tan acompasado con la mano, tan pegado en paralelo al pulgar que parece un sexto dedo. Dan el último toque de limpieza a los lomos y los encajan en el cofre metálico, dorado o plateado, que acaba en cocinas, tiendas de barrio, restaurantes y estanterías exclusivas de medio mundo.
Cada una en su mesa, en dos filas paralelas, acaparan esta inaudita cadena de producción que tiene fases previas y posteriores. La de ellas es capaz de provocar envidia y amabilidad. Quizás por eso sonríen tanto y bromean ante la visita de los curiosos (alumnos de la escuela de hostelería de San Roque) y el fotógrafo.
La serenidad que menciona Carrasco se les ha debido filtrar por la castigada piel de las manos porque cuesta recordar a trabajadores con tanta calma en mitad de la velocidad, tan receptivos a cualquier saludo, comentario y duda. Todo lo que se les dice les provoca contenida sorpresa y gracia. Las peticiones para posar o colocarse, especialmente.
Conchi Pinto, Beatriz y Mari Luz Lozano Lobatón son tres entre las más de 40 que trabajan en esta mañana de lunes. Nadie diría que es ese día, que es trabajo, a la vista de su gesto de complicidad con los que irrumpen sin interrumpir.
Tienen una calle en Tarifa y merecerían algún monumento sólo por recordar la trascendencia histórica y cultural de un trabajo que permite viajar en el tiempo. Las hay mayores, al borde de la jubilación, pero la media es joven, entre los 40 y los 50 años. Hay casos de tercera generación de estibadoras en la sala.
Las fotos en blanco y negro muestran que esta misma escena, con algún pequeño cambio en atuendos y utillaje, se ha reproducido de forma similar desde el inicio del siglo XX a través de las madres y abuelas de las que ahora ocupan la sala. Los esenciales movimientos de mano siguen intactos. El pescado, el mismo.
Sin darse ningún aire, aunque vivan en Tarifa, forman el alma de un sector productivo que tiene en esta nave industrial una de sus bases en la provincia de Cádiz. Esta conservera es un grupo empresarial que reúne la herencia de más de hasta doce firmas que llegaron a existir en el municipio, de nombres cambiantes o desaparecidas, desde 1908.
Ahora, siglo y pico después, es el resultado de la unión de dos de aquellas últimas fábricas de conservas. La unión creó un centro de producción que vende bajo cinco marcas distintas: Marina Real, Piñero Díaz, Virgen del Carmen, La Tarifeña y Conservera de Tarifa.
Todas comparten los mismos criterios de calidad, los mismos protocolos, la misma materia prima. El etiquetado es distinto, también el mercado de destino y el sector de consumidores al que se dirigen. Va desde el súper de barrio y el consumo frecuente del mercado español a los distribuidores delicatessen más exigentes. Pero el contenido es común con todas las denominaciones, en muchas especialidades.
Han tenido la tentación de agrupar toda la producción bajo una misma marca pero Jorge García, director de Producción y Calidad, recuerda a los alumnos que "cada marca da confianza a un cliente en un lugar distinto de España y si se le cambia, por más que se insista en que el contenido es el mismo, ya no confía, no le gusta".
La Tarifeña, dice, vende mucho en la provincia de Cádiz y Marina Real, en las regiones del Mediterráneo, de Murcia a Cataluña. Son dos ejemplos entre muchos. Los usuarios, simplemente, se han acostumbrado y prefieren no cambiar.
La venta a través de internet y la exportación han ganado mucho peso en los últimos años. Varias pilas con los nombres de los productos traducidos al Italiano, Inglés o Alemán, según zona de destino, confirman la tendencia. Estados Unidos es uno de los últimos mercados receptores.
Desde 2014, es posible comprar junto a la propia fábrica, en una coqueta tienda de las denominadas gourmet. La Conservateca ya forma parte del complejo empresarial que cambiará de sede y espacio en la segunda mitad de este año.
La Conservera de Tarifa se mudará en pocos meses a un polígono industrial de Tarifa para modernizar instalaciones y equipos, para evitar "algunas molestias a vecinos del entorno, por ejemplo con el trasiego de camiones, sobre todo en verano" en su céntrica ubicación actual, afirma su responsable de Estrategia, Marca y Comunicación, Sara Arenas.
Conservera de Tarifa recibe y procesa hasta 14.000 kilos de pescado al día en momentos de actividad media. Según las temporadas que dicta el mar, recibe melva (canutera y de almadraba), caballa y atún rojo, pescado y tratado inicialmente por otra firma tarifeña, JC MacIntosh.
El recorrido didáctico que dirige con mano firme Jorge García comienza con los alumnos de hostelería (cubiertos con bata, mascarilla y redecilla) en la zona de entrada del pescado. Con arroyos de sangre en el suelo, las cajas de hasta 400 kilos son las primeras pruebas del exigente criterio de selección.
Vísceras y cabezas por un lado (servirán para abonos agrícolas, piensos animales y harinas, no se tira nada) para hacer la primera criba. El cuerpo decapitado e inicialmente limpiado, por otro.
Los tres productos principales que convierte en conservas esta planta tienen Indicación Geográfica Protegida (IGP), así que no sirven todos los ejemplares que llegan de los barcos. Los dañados se apartan, los que no reúnen las condiciones mínimas de peso y tamaño (entre 800 gramos y dos kilos en el caso de la melva, por ejemplo).
A partir de ahí, se congela. El director de calidad, con aire profesoral, hace preguntas a la treintena de alumnos de visita. Ellos responden bajito y tarde por miedo al error pero se equivocan poco. Meter el pescado bajo cero tiene mala fama entre los ignorantes pero es un error asociar esa conservación a una menor calidad.
Al contrario, contribuye a la eliminación de toxinas y mantiene todas las propiedades, recuerda el conductor de la visita. Hay momentos del año, como el día de la visita, en los que se procesan 2.000 kilos a la hora en toda la cadena. La jornada laboral tiene un solo turno, el matinal.
Mantener ese volumen con material fresco sería imposible, además de peligroso para la salud. La ultracongelación es la solución desde hace años. "El pescado ultracongelado es más caro porque implica gastos de energía eléctrica muy grandes pero permite que el proceso sea más ágil, permite planificar, almacenar y garantiza que el pescado esté más fresco, que sea mucho más sabroso y saludable".
El siguiente paso en el proceso es el de la "sala de los hombres", aunque aquí sí hay mujeres, dos. El pescado conservado pasa de -18º a -1º para volver a ser seleccionado en una cadena que lo va llevando de máquina en máquina, siempre con manos humanas que lo coloca y aún hacen algún descarte. En este paso, el animal pierde algo de agua y mucha más sangre, algo esencial para que tenga un color más claro, atractivo y reconocible para el consumidor.
De ahí, a la cocción, momento crítico. Uno de los más jóvenes de la plantilla es el encargado de un paso fundamental, clave, que puede mejorar o estropear todo el proceso. Trabaja solo. Tiene temple. No está para bromas ni visitas.
El rigor lo aprendió cuando fue alumno de los maestros Antonio Araujo y Pepe González, ya retirados. Sin ayuda de nadie, debe calcular la temperatura y la cantidad de sal exactas para cocer el pescado, según número de ejemplares y tamaño, así como el tiempo que precisa este paso en cada ocasión.
Con gesto de concentración extrema, carga y sumerge una especie de cesta metálica, como la de las freidoras domésticas pero sin mango, sujeta por una grúa y varios miles de veces más grande..
Una vez cocido, se enfría. De cien a casi cero, a pocos grados, para que pueda ser manejado por las estibadoras que lo esperan. Su pericia elimina los últimos restos de piel, las espinas y mete los lomos impolutos y tersos en cada cajita.
Luego son máquinas las que añaden otro toque de sal (chiclanera), si lo precisara, y el aceite -de Olvera- oliva virgen, de oliva común o de girasol. Con este último hay otra leyenda urbana y errada. Muchos consumidores lo consideran de peor calidad.
Es incierto. "Emulsiona mejor" dice Sara Arenas antes de comparar el proceso de maduración, de cambio ya enlatado, con el de los vinos. Un gran número de conservas evoluciona mejor con girasol por tener un sabor mucho menos invasivo que el de oliva.
El proceso de eliminación del menor riesgo de toxinas acompaña cada paso del montaje. Desde la ultracongelación hasta la cocción permiten anular todo tipo de posibles amenazas, del anisakis a las histaminas.
Para obtener un porcentaje de seguridad que llega al cien por cien, las latas aún son esterilizadas antes de ser empaquetadas. El detalle en la información biológica deja claro que el director comercial es farmaceútico y técnico alimentario.
La fase final es el envoltorio, con esas marcas distintas para un mismo producto, las versiones nuevas en cristal para el mercado gourmet, las etiquetas de distintos formatos según su objetivo. Los grandes palés, los carteles confirman que la tarea de distribución está muy adelantada desde fábrica.
Pronto llegará la mudanza, habrá mejoras técnicas, más amplitud, aún crecerán los estrictos protocolos de seguridad pero los dos elementos fundamentales se mantendrán inalterados como desde hace más de un siglo: las sabias manos rápidas de las estibadoras y el pescado imperial que cruza por el Estrecho.