El restaurante de Cantillana que conserva los sabores 'libertatarios' de Ocaña, icono gay de la Transición

Los sobrinos del artista lucen en Ortiz, vinos y viandas, desde donde partió su féretro para convertirse en mito hace ya cuatro décadas, buena parte del legado pictórico de un personaje clave de la contracultura andaluza

Manolo Ortiz posa con unos platos típicos de Casa Ortiz, junto a unas reproducciones de pinturas de Ocaña.

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Cantillana luce preciosa ahora que la Divina Pastora está a punto de bendecir a este lado del Guadalquivir —por donde paseó José Pérez Ocaña su juventud alternativa de vírgenes domésticas— cada rincón de este pueblo sevillano protegido al alimón por la otra advocación mariana de agosto, la Asunción. Solo un personaje tan voluntariosamente teatrero como él, y al mismo tiempo tan adelantado, tan humanista y tan contradictorio, podía haber sintetizado en una performance que fuera más allá del cine, los ritos litúrgicos y el carnaval los sentimientos más inconscientemente acendrados del pueblo sin conservantes ni colorantes.

Cuatro décadas después de su propia ascensión a la categoría de mito, el activista más pionero de nuestro país por los derechos LGTB no solo está recuperando la dimensión de su propia figura como icono de resistencia al franquismo a nivel nacional con documentales reivindicativos como el que acaba de estrenar el programa Imprescindibles de Televisión Española, Yo, Ocaña —obra de Gemma Soriano y Pilar Granero—, sino también a nivel local, que es donde tan en el fondo se mide el universalismo, pues en la propia Cantillana ha abierto ya un museo dedicado a su vida breve y a su inmensa obra.

Y en rigor siempre ha habido un íntimo y céntrico rincón en su patria chica donde se ha expuesto y venerado parte esencial de su obra, el bar de su hermana María Luisa y su cuñado Manolo Ortiz, Ortiz, vinos y viandas, que, después de una larga travesía capitaneada por éste, pasó a manos de sus hijos, es decir, de los sobrinos de La Ocaña, Manolo y Juan Jesús Ortiz, quienes no solo han sabido conservar la memoria de su tío, sino impulsarla con sencillez y maestría desde este restaurante ya legendario en el pueblo desde el que partió el féretro de Ocaña en aquel último viaje en el que sus paisanos, destrozados de dolor, no pudieron cumplir su último deseo de que el entierro fuera una fiesta. 

Frases de Ocaña que decoran el restaurante.   MAURI BUHIGAS

La vida de Ocaña sí que lo fue, especialmente desde que arribó a Las Ramblas de Barcelona en 1971 con la firme determinación de hacer de la provocación su forma de vida. “Soy pintor, marica y libertaria, aunque no me gustan las etiquetas”, sentenció en la película que el cineasta Ventura Pons le hizo protagonizar en 1978 bajo el título de Ocaña, retrato intermitente. Fueron los meses en que Ocaña, travestido junto a amigos como Nazario o Camilo, había liderado la primera manifestación del Orgullo en Barcelona después de haber obligado a la mismísima CNT a escandalizarse por su inesperado ballet con impensables elementos sexuales, satíricos y del folclore andaluz, hasta el punto de que a partir de entonces, y desde que naturalizó lo de arrancarse la ropa hasta presentarse como vino al mundo en sus conciertos de copla, Ocaña empezaría a definirse como “libertataria” con el altanero objetivo de distanciarse de la ortodoxia anarcosindicalista en la que, en el fondo, nunca creyó tampoco.

Como habría de definirlo el director de cine Fernando Trueba, “Ocaña ni es el cordero indefenso que algunos desearían ni su contestación es lo mínimamente ortodoxa que otros quisieran”. Inclasificable, como su obra pictórica, artesana y de acciones públicas consideradas un precedente del activismo queer. “Lo más importante es hacer el amor, follar, y luego pintar”, llegó a decir en aquella película de Pons que arrasaría en festivales como los de Cannes o Chicago, o más allá: “El travestismo es un arte visual”. 

Salón con reproducciones de pinturas de Ocaña.  MAURI BUHIGAS

Estas y otras frases decoran hoy ese centro de interpretación de su filosófico vivir que es el restaurante de sus sobrinos. “A mí me gusta el pueblo y sus costumbres, y me gustan los cementerios, lo trágico de los entierros, los bautizos de los pueblos, las imágenes barrocas, las viejas andaluzas que me recuerdan las pinturas negras de Goya”, señaló quien se disfrazó tanto de ellas y quien preconizó su propio entierro en una de sus propias pinturas vanguardistas, influidas por Chagall, Matisse o Modigliani y que en su natural evolución artística alcanzó un grado de feroz dinamismo que tenía que ver con la independencia de su espíritu indomable en el pasapuré de quien había asumido la poesía de Lorca y el dibujo de Picasso como expresiones trascendentes de lo que todo verdadero artista ha mamado desde esa patria infinita que es la infancia.

“Fetiches, recuerdos de mi niñez, mi pueblo y su gente, farolillos de colores, como abanicos, muerte, vida, luz de cirio, macarena y saeta”, puede leerse en una de las muchas citas literales de Ocaña que adornan el muy cuidado restaurante Ortiz de Cantillana junto a un nada despreciable número de pinturas en las que se combinan paisajes del pueblo con sus iglesias y ese desfile de personajes, lunas, flores y símbolos. “Mi tío siempre que llegaba le cambiaba la decoración del bar a mi padre y le colocaba uno de sus cuadros nuevos”, cuenta con nostalgia su sobrino Manolo, hoy chef del restaurante, que lo conoció profundamente hasta que Ocaña murió, como las auténticas leyendas, a los 36 y él tenía justamente la mitad... 

La cocina como obra de arte

“Cada 15 días tenemos una carta totalmente nueva, salvo algunas tapas básicas que no podemos quitar porque la clientela, que viene de toda la comarca, nos pide siempre”, cuenta orgulloso Manolo Ortiz, el alma de este restaurante que conserva las líneas maestras y los colores vivos de su tío Ocaña. “Cualquier día normal nos bastamos con mi hermano Juan Jesús y yo”, señala, “pero los fines de semana necesitamos a media docena de profesionales porque viene muchísima gente”.

Uno de los imprescindibles de la carta del restaurante Ortiz, cuyo nombre aparece con la peculiarísima caligrafía de Ocaña, es el pincho casero, “del que necesitamos dieciséis kilos a la semana porque sale muchísimo”, explica Manolo mientras enseña asimismo la calidad de la presa ibérica que aquí se estila, el lomo alto de vaca o esa delicia de la casa que es la carne de cabeza de lomo en caldereta. Una semana pueden encontrarse anchoas del cantábrico, una ensaladilla muy demandada y mejillones en escabeche, pero a la siguiente el restaurante sorprende con queso de cabra con miel y frutos secos o unas peculiares croquetas de berenjenas.

Cabeza de lomo en caldereta.  MAURI BUHIGAS
Ensaladilla de Casa Ortiz.  MAURI BUHIGAS

El secreto está tantas veces en la sorpresa, marca de la casa, y también “en el pescado fresco que aquí llega a diario, desde las gambas y los mariscos a los boquerones”, insiste Manolo mientras señala orgulloso el rescate que el restaurante hizo recientemente de unas pinturas olvidadas de Ocaña en “unas carpetas que tuvo guardadas mi madre desde hacía más de treinta años y que sacó antes de que le afectara el Alzhéimer”.

Las carpetas contenían, muy ordenadas, una serie de pinturas de los naipes realizadas en papel de fumar. Bolleré, que quita las penas, podría haber cantado Ocaña allá en Las Ramblas de su liberación total. Bastos, espadas, copas y oros perfectamente pegados en cartulinas hoy enmarcadas para toda la vida. En uno de esos ases áureos se aprecia su autorretrato, como en aquel disfraz de sol en el que terminó abrasado lanzando bengalas de esperanza a un país que se enorgullecería tantos años después de haber liderado el matrimonio homosexual en Occidente…

Originales de la baraja de naipes realizada en papel de fumar.  MAURI BUHIGAS
Detalle del autorretrato de Ocaña en la baraja de naipes.   MAURI BUHIGAS

Vuelta a Ítaca

La muerte de Ocaña, homenajeado con los años por los cantantes Carlos Cano y María Dolores Pradera, se produjo en el cenit de su propio deslumbramiento como artista total. En agosto de 1983 volvió a su pueblo para participar en la Semana de la Juventud, se disfrazó de sol después de aglutinar en interesantísimos talleres de teatro y manualidades a los chiquillos del pueblo…, y el papel maché ardiendo por culpa de unas bengalas adosadas terminaron produciéndole quemaduras bastante graves, aunque no murió por ellas —de las que fue recuperándose en el hospital sevillano García Morato—, sino por el recrudecimiento de una antigua hepatitis tras el debilitamiento general de todo su organismo. 

Pinturas originales de Ocaña, en las paredes de Casa Ortiz.  MAURI BUHIGAS
Los hermanos Juan Jesús y Manolo, a las puertas de su establecimiento.  MAURI BUHIGAS

“La gente lo quería aquí muchísimo, salvo excepciones”, cuenta Manolo con la mirada puesta en aquel septiembre de 1983, cuando el féretro de su tío salía precisamente del bar Ortiz. “Hay imágenes de todo aquello y de cómo salía por esa puerta”, rememora Manolo mientras su hermano Juan Jesús empieza a colocar mesas en su amplia terraza, el límite de una huerta de naranjos en aquellos días en que Ocaña decidió salir de Cantillana, de su barrio, de este bar al que habría de volver porque su mundo interior precisaba de un sabroso trampolín desde el que saltar para terminar de universalizarlo a la vuelta.