No recuerdo la primera vez que me sentí feminista; pero sí recuerdo aquel día que miré a mi alrededor y percibí que mi sitio no estaba en el lugar en el que la sociedad me exigía que ocupara. Yo estudié la EGB en un colegio situado en el barrio del Porvenir, en Sevilla. Mi familia vivía en un barrio aledaño a la zona donde estaba mi colegio. No sé cuánto costaba, pero creo que debía ser bastante caro. Mis padres hacían verdaderos esfuerzos para conseguir que mi hermano y nosotras tres pudiéramos recibir enseñanza privada. Mis padres pensaban que una buena educación era un valioso legado para sus hijos. A pesar del esfuerzo económico de mis padres, yo no quería estudiar allí. Me sentía oprimida en aquel colegio, un colegio de monjas.
Me sentía prisionera, en una especie de cárcel en la que los pensamientos desde la libertad y la duda no eran bienvenidos. Recuerdo con horror los dogmas de fe con los que las monjas acababan mis interminables preguntas acerca de los temas religiosos. Cuando el dogma llegaba, mi fe se marchaba. Eran los años 70. La religión estaba presente cada día, cada hora, en cada momento importante. No sólo como asignatura, sino con las misas semanales y en la charla obligatoria que la madre superiora nos regalaba cada mañana antes de entrar en clase. Unas charlas que apelaban a la fe como el mantra que cubría todo lo que la razón no comprendía.
En mi casa, la fe también era importante, imprescindible. La palabra de las madres de esa época era como otra religión y las familias estaban llenas de normas. Normas para todo. Para levantarse, para comer, para las tareas domésticas, para salir de casa, para regresar a ella, para enamorarse la primera vez, para el papel de hermana mayor, para el de hermana menor… Normas que te preparaban para ser la perfecta sustituta de la madre, para ser la perfecta madre del futuro. Cuestionarse las normas sagradas de la familia, las normas con las que mis padres nos habían educado, resultaba bastante complicado. Esas normas que yo no aceptaba, las que ponía en duda continuamente. Les preguntaba muchas veces los motivos de las diferencias, a las que contestaban con represión ante mis atisbos de rebeldía. Mi madre siempre tenía razón, debía someterme. Y si insistía, entonces ella me pedía un acto de fe, que la creyera porque ella sabía y yo, no. Lo que luego comprendí es que mi madre era machista.
Yo era una chica tímida y acomplejada. Para evadirme de la realidad asfixiante en la que viví mi niñez, comencé a leer desde muy pequeña. Era una lectora voraz. Engullía los libros y me dedicaba a leer la mayoría de mi tiempo libre. Eso me permitió conocer otras culturas, conocer otros mundos y conocer otros tiempos. Dejaba de ser yo misma y salía de esa habitación compartida, donde apenas había silencio, volando a través del espacio y del tiempo. Así, viajando de una historia a otra, de un mundo a otro, fui conociendo personajes fascinantes. En esa época quería ser un chico. Las historias que los chicos protagonizaban me llamaban mucho la atención. Eran personajes valientes y atrevidos. Exploraban, pilotaban, manejaban, usaban la espada y usaban sus manos con destreza. Yo estaba fascinada por un mundo desconocido, en el que los hombres podían hacerlo todo.
Por el contrario, mi mundo real era un mundo de mayoría femenina. Era un mundo de costura, de cocina, de limpieza. Un mundo en el que la televisión y la radio la manejaba mi padre, digno hijo de su tiempo. Un mundo en el que mi hermano, el mayor, estaba exento de las labores domésticas. Para él era el tiempo del ocio, el deporte, la libertad. En mi infancia, mi padre era el rey de la casa y mi madre, una reina consorte que organizaba su reino. Una mujer que trabajaba todo el tiempo, que no se sentaba jamás a ver una película, si no era acompañada de aguja e hilo. Un mundo donde las señoritas que estaban bien educadas se sentaban ergidas en las sillas y juntaban las rodillas con fuerza. Un mundo, el femenino, lleno de silencios.
Esas diferencias entre el hombre y la mujer las fui percibiendo desde siempre. El fuerte carácter de mi madre impidió que la rebelión se produjera pronto, pero llegó el día. Como todas las mujeres de mi tiempo, llega un día en que te plantas. Y dices no a seguir haciéndole la cama a tu hermano, no a levantarte y dejar de ver una película cuando tu hermano entra por la puerta y tu madre te exige que le prepares la cena, no a dejarle el sillón y volver a la silla, no a recoger su ropa del suelo del baño después de su ducha…Y entoences llegan los castigos. Por cada no, un nuevo castigo. Sin salir, sin comer, sin ver la televisión. Y, el peor de todos, sin leer. Era entonces cuando, en el silencio de la noche, me levantaba de mi cama y me metía en el baño, encendía la luz, y me ponía a leer sentada en el duro suelo hasta bien entrada la madrugada.
Una de esas veces, cayó en mis manos el libro Mujercitas de Louisa May Alcott. Caí rendida ante Jo, esa chica fuerte, inteligente y atrevida, que desafió los convencionalismos y escribía. Esa chica que, incluso, se atrevió a cortarse el pelo, la señal de femenidad que toda chica atesoraba; que apoyó el papel responsable de cabeza de familia de su madre, defendiéndola de los prejuicios. Esa chica, en definitiva, que me enseñó que no sólo los hombres podían ser valientes y fuertes y que las mujeres también podíamos serlo. Luego llegaron Scarlett O'Hara, Elisabeth Bennet, Fortunata y Jacinta, Enma Bovary y tantas otras. Ellas llenaron mi mundo de sueños y me enseñaron que yo quería ser como ellas. Animaron y fortalecieron mi rebeldía. Me mostraron una vida. Y empecé a amar a las mujeres, su fuerza, tenacidad y su cariño.
Nunca más deseé haber sido hombre y, desde entonces, doy gracias por ser mujer. Y leyendo en ese mundo onírico al que me desplazaba la lectura, y viviendo en este mundo opresivo del final de la dictadura franquista, empezó el germen de mi rebeldía. No sabía el nombre, pero tenía aprehendido su significado: desigualdad. Yo soy feminista desde el primer momento que mi mente no comprendía por qué mi madre nos trataba a hombres y mujeres de forma diferente, por qué a mi madre le parecía que mi hermano siempre tenía razón y yo, nunca. No comprendía por qué mi hermano tenía libertad y yo no. Y lo que no se nombra, no se comprende. Y lo que no se nombra, parece que no existe.
No sé cuándo fue el primer día que yo dije: “Soy feminista”. Sin embargo, sí que, cuando leí a Simone de Beauvoir, comprendí que el mundo es desigual e injusto con las mujeres, en todas partes. Que la sociedad nos convierte en seres de segunda, sólo por haber nacido mujeres. Y que la lucha de las mujeres por esa igualdad y libertad es una lucha antigua, pero justa y necesaria. Porque se trata de eso, de luchar por la igualdad en derechos y oportunidades. Y conocí que esa rebeldía tenía un nombre: feminismo. Y leí a las mujeres que hablaban de feminismo, leí a Mary Wollstonecraft, a Virginia Woolf, Angela Davis, Amelia Valcarcel y a tantas otras. Desde entonces, hasta ahora, mi lucha por esa justicia se ha convertido en mi razón de vida; porque estoy convencida de que no es posible una justicia sin feminismo, ni un mundo donde la mitad de la humanidad esté siendo sometida por la otra media. Por eso, desde hace muchísimos años, puedo afirmar que soy feminista.