En la tierra de los vinos y del mar, allá donde se respira la tradición y la historia vitivinícola andaluza, perduran las Bodegas Gutiérrez Colosía. Junto al río Guadalete, El Puerto alberga la única bodega catedral que sigue produciendo en la localidad. Este negocio puramente familiar lleva más de un siglo asentado en un lugar que se conserva intacto y por el que han pasado todos los navegantes del descubrimiento del nuevo mundo. Américo Vespucio, Cristobal Colón o Juan de la Cosa pisaron el suelo de piedra de la nave principal en la que se alzaba la ermita de la Virgen de Guía, a la que rezaban antes de emprender el viaje.
Juan Carlos Gutiérrez Colosía, el propietario de las bodegas que llevan su apellido, conoce a la perfección este rincón portuense bajo el que yacen los cadáveres de los monjes que enterraban junto a la ermita. En 1960, cuando apenas tenía catorce años, entró a trabajar en la bodega donde aprendió de la mano de su padre la faena del vino y sus entresijos. “A mí no me dio por esto, a mí me metieron aquí, yo estaba estudiando pero las cosas no fueron bien en el colegio interno, que eran muy duros en aquella época, y mi padre me metió aquí, y desde entonces, aquí estoy”, cuenta Juan Carlos desde su despacho repleto de recuerdos.
A partir de 1980, el bodeguero tomó las riendas de la empresa en la que cumple 60 años al pie del cañón. Cuando empezó a descubrir el mundo del vino, la forma de trabajar era completamente distinta a la que existe en la actualidad. “No existía la mecanización, era todo manual, antiguamente se hacían puentes, para sacar una bota sin quitar el resto, y hoy con la máquina, coges la bota, la sacas enterita y la pones donde te de la gana”, explica Juan Carlos escarbando en una época en la que las cisternas, los motores eléctricos, los depósitos, las mangueras o el tractor aún no se utilizaban para estas tareas.
Con las manos llenas de cicatrices por el temido quitasueño, que “me rajó la mano entera porque no existían guantes”, el empresario se remonta a los tiempos en los que la uva se sacaba de la viña con mulos y el transporte del vino de hacía en botas de ruedo. “Raro era al que no le faltaba un dedo, aquí los arrumbadores tenían en la mano izquierda callos tan grandes que se agrietaban, te acostumbrabas a trabajar así”, comenta el que “aunque parezca mentira” ha vivido "el apogeo y el gran declive" del vino de Jerez.
Juan Carlos echa la vista atrás y asegura que “la gente no ha visto de pleno el gran deterioro y derrumbe de las bodegas”. Sus ojos han presenciado la evolución de un negocio que llegó a su máximo esplendor y que se empezó a desvanecer en los 70. “En El Puerto había cerca de 40 bodegas, rara era la calle donde no había una, y ahora solo quedan cinco”, lamenta el que vio como las bodegas centenarias de los Terry o los Cuvillo desaparecieron.
Esta crisis también afectó a la ciudad vecina donde de las “ciento y pico que había, ahora quedan veintitantas y lo que tiene si acaso es una peña flamenca”. Desde su experiencia, “Jerez era bodega y se convirtió en industria, Jerez tiene que volver a ser bodega”. La empresa ha salteado las vicisitudes de la historia pasando por una decadencia que comienza cuando “se plantaron viñas y se hicieron bodegas creyendo que esto iba a ser algo, se hablaba de prepararse para el futuro”. Pero después, según relata, “las vendimias se multiplicaron y el mercado no respondió a lo que se estaba produciendo, y cuando haces cosechas y no has vendido la anterior el siguiente camino es bajar el precio”.
A estas circunstancias se sumó el cambio socioeconómico que supuso la muerte de Franco en el 75, que acarreó una subida en la remuneración de los trabajadores. “Si no vendes, te suben los salarios y no entran ingresos, a ver cual es el camino”, dice Juan Carlos, que detalla que además existía otro inconveniente, las bodegas de crianza y almacenado no podían exportar ni vender al público “algo que hoy lo cuentas y es casi increíble”.
En esta situación, “el que tuviera la suerte de poder darle una vuelta inmobiliaria se salvaba pero el negocio iba para atrás, es cierto que cuando se tuvo que poner remedio, no se quiso, no se pudo o no se supo”. Tras la catástrofe, muchas bodegas quedaron abandonadas y el vino que contenían se vio abocado a la merma.
Es el caso de dos de las naves de Gutiérrez Colosía, que se construyeron a finales de los 60 donde se hallaba el Palacio del Conde de Cumbrehermosa. “Allí ya no hay vino porque cuando no tienes mercado, no repones y si no repones las botas se quedan vacías y llega un momento que el vino merma, a eso se llama el vino de los ángeles”, señala el bodeguero que aún recuerda cuando en los 70 en Jerez se registraban hasta 1,2 millones de botas y ahora apenas subsisten 250.000.
Juan Carlos lleva toda una vida superando baches, “esta bodega ha tenido una época muy difícil y mantenerse ha sido complicado, pudimos hacerlo, cada vez con más dificultad, porque siempre había una especie de esperanza de que todo iba a resurgir”. Un renacer que a un ritmo lento comienza a discernirse en el negocio vinatero desde hace aproximadamente diez años. El portuense dice que “ahora se está reconociendo al vino de Jerez, pero por otro camino”, y él se empeña en seguir sacando adelante este producto típico del que no se separa.
Juan Carlos, que unos minutos antes de llegar estaba viendo el oloroso, prosigue en este trabajo que “no es rutinario, en la bodega no hay dos días iguales, esto no es mecánico, no es una fábrica de tornillos”, expresa convencido de que es importante estar constantemente en “la faena del vino, los vinos evolucionan y tienes que estar al lado de ellos”, una labor que “ya muy poquita gente sabe hacerla”.
Desde que el propietario puso el pie en estas bodegas, ha pasado por todos los oficios, desde arrumbador, tonelero y cargador de camiones hasta realizar la comercialización del vino. “Hago absolutamente de todo”, dice el que lleva empleando las palabras “rocío” o “saca” en su vocabulario toda su trayectoria. Recientemente, todo ese trabajo al frente de la bodega ha sido reconocido por la Asociación de Empresarios de El Puerto que le ha elegido por unanimidad como el Mejor Empresario Portuense del año 2020, un homenaje, que según Juan Carlos, “es señal de que te estás haciendo viejo, a alguien se lo tenían que dar y me tocó a mí”, comenta agradecido.
Pero el bodeguero, a sus 75 años, no solo se ha enfrentado a los peores años del vino en el Marco, ahora su empresa se ve afectada por la crisis sanitaria, que paralizó la exportación completamente. Para sobrellevar la pandemia, la bodega ha estado vendiendo a domicilio, pero Juan Carlos siente que los viajes a las ferias internacionales en China, Alemania o Inglaterra no sean posibles. “Abrir nuevos mercados de momento es complicado porque ahora no viaja nadie”, dice el que también ha notado la bajada del turismo este verano ya que “las visitas de extranjeros prácticamente han desaparecido, hay visitas españolas, pero con el aforo reducido”.
Para él, la experiencia de visitar la bodega es importante para comprender el negocio. Se dirige al interior de la nave catedral y recorre los estrechos pasillos que separan las botas, en su mayoría, firmadas por personajes conocidos como los hermanos Pelayo, jerezanos que saqueaban casinos de todo el mundo, los comandantes del buque escuela Juan Sebastián de Elcano o el rey emérito, tocayo del bodeguero. “No lo conoces nunca por muchos libros que leas, no es lo mismo, soleras, criaderas... no te entra, pero cuando llegas a la bodega y ves el entorno, entonces lo entiendes”, dice el que piensa que “no se ha sabido divulgar bien el vino de Jerez, sabían más los ingleses que los españoles, y el vino es muy sencillo”.
Desde siempre, Juan Carlos ha apostado por “un vino que entienda todo el mundo, que le guste a la gente que está en la calle porque un vino muy complicado solamente lo van a beber especialistas”. También defensor del maridaje, tiene claro que los vinos de Gutiérrez Colosía “son diferentes por la ubicación de la bodega, que, de todo el Marco, es la que está más cerca del mar”. Una característica idónea para la elaboración del vino ya que el río aporta el grado de humedad necesario para que la flor no muera.
Además, “aquí no se corta la crianza biológica, se mantiene durante todo el año y eso hace que el vino sea muy fino y quizá un poco diferente”, explica el empresario amante de los amontillados y los finos que siempre dice que “el mejor vino que hay es el que le gusta a la gente y un buen vino fino es el que cuando te tomas una copa te pide otra”.