El azul del cielo arropa 15 hectáreas de viñas. Entre pinares, a escasos kilómetros de la playa de La Barrosa, los rosales son chivatos de las posibles enfermedades de las vides. Allá donde se origina el elixir histórico, la bodega Manuel Aragón se erige en un paisaje singular del que brotan moscatel, palomino o tempranillo.
En el pago de Campano una familia de larga tradición vitivinícola elabora la bebida que mece en el catavino. “No me canso de olerlo”, dice el chiclanero Chano Aragón Moreno acercando su nariz al borde. Inspira, cierra los ojos y toma un sorbo. El enólogo pertenece a la quinta generación que saca adelante las botas desde que, en 1815, su tatarabuelo Pedro Aragón fundara la que ha llegado a ser la mejor bodega de Andalucía.
Desde el centro de producción construido en los 90, el apasionado nacido en la segunda ubicación de la bodega, en la calle Olivo en el centro, -la primera fue la calle Valverde- recorre las soleras. Por su mente pasan los recuerdos en aquel edificio que empezó a ser conocido como El Sanatorio por su similitud con las infraestructuras aisladas para enfermos en la época.
“Cuando salíamos a jugar escuchábamos las conversaciones de los trabajadores. Ha pasado uno por mi viña, me he dado cuenta por las pisadas”, cuenta Chano, propietario de un legado del que se dice que es la cura para todos los males. El chiclanero ha crecido entre arrobas de vinos sanadores, aprendiendo el cultivo y la producción y adentrándose en la “forma de vida” que le esperaba. Esa que los Aragón llevan experimentando desde hace dos siglos.
De la venta local, la bodega dio un salto a la exportación internacional y hoy, con unas bases consolidadas, sigue sorprendiendo con sus propuestas tradicionales de Denominación de Origen Jerez, desde los finos a los amontillados, y con los vinos de la tierra de Cádiz.
“Antes el 80% de las ventas de la bodega era para exportadores. Ahora como esa venta ha bajado mucho, intentamos vender nuestro vino directamente al público, a bares, a grandes superficies”, comenta Chano aludiendo a la etapa gloriosa del Marco de Jerez. Esos años en los que uno de los salones destinados a celebraciones estaba lleno de botas. “Es una pena pasar por las calles y ver esos monumentos vacíos cayéndose, los tiran para hacer un supermercado”, lamenta el chiclanero que afrontó la decadencia del vino “reduciendo”.
“Antes, el 80% de las ventas de la bodega era para exportadores”
El eco de su voz retumba en la solera del fino Granero, el buque insignia de El Sanatorio, fiel a sus sistemas de envejecimiento. Rodeado de botas “antiquísimas”, Chano disfruta del paseo en el que repasa los más de 15 vinos que elaboran en el pago, y cada uno con un nombre que guarda una historia detrás.
Un blanco rinde homenaje a la batalla de la Barrosa donde el sargento José María Blanco White quedó prendado del terreno gaditano y, cuando se convirtió en gobernador de Australia, nombró a una de las zonas Barrosa Valley, por recordarle a Chiclana. Otro, el fino Granero, se llama así por el torero valenciano Manuel Granero al que el músico Enrique Montero dedicó un pasodoble. “Un día toreando en Madrid lo cogió el toro, le metió la asta por el ojo y lo mató”, cuenta mientras enseña las partituras originales de la composición.
“Tenemos botas de cuando en Cádiz había bodega”
Al amontillado lo bautizaron El Neto en honor a Juan un carrero que no sabía ni leer ni escribir, pero se dedicaba a visitar a los clientes de San Fernando. “Era muy particular, se quitaba la gorra y tenía el dinero de cuatro que le había pagado. Traía el dinero por todos sitios y cuadraba perfectamente”, dice. A su vez, el oloroso es Tío Alejandro, un viñero viudo que vivía frente a la bodega y llevaba uvas a su abuelo y, Hoyo Membrillo hace referencia a la plazoleta donde solía pasar el rato de pequeño. “Había un membrillo y cuando llovía se hacía allí un hoyo tremendo. Yo me acuerdo de que jugaba al esconder en los boquetes”.
Las historietas de Chano trasladan a otras épocas, momentos vitales que escriben la historia de esta bodega. En la solera, el enólogo acaricia las botas que se encuentra a su paso, la mayoría con más de un siglo. “Mira cómo está esta. El tonelero me ha dicho que hay que quitarla”, comenta observando el deterioro evidente.
Le da mucha pena tener que desprenderse de botas que han pasado tantos años junto a él. “Las pongo ahí fuera unos meses hasta que ya digo que se la lleven”, confiesa. Como si le arrancaran un pedazo de su alma, el chiclanero sufre cada pérdida de estos recipientes. “Tenemos botas de cuando en Cádiz había bodega, en la Segunda Aguada, de Bodegas Servio”, señala entre la multitud.
Tres retratos cuelgan de tres de ellas. El rostro de sus bisabuelos, abuelos y padres acompaña a la evolución de la bodega que bebe de los vientos salinos del mar. Según Chano “se diferencian por la salinidad que tienen” gracias al enclave, que ha propiciado que hasta que el estadounidense Robert M. Parker, uno de los críticos de vinos más influyentes del mundo, se haya fijado en ellos.
Los finos descansan en las botas mientras Chano explica cómo sobrevive la bodega a los tiempos pandémicos. Cuando la crisis irrumpió, los bares, vinotecas y restaurantes dejaron de comprarlos y la mitad de la plantilla estuvo en ERTE y, ahora, se enfrenta a un problema de abastecimiento.
“Toda la materia prima ha subido y esto es una guerra”
“Las fábricas de botellas no dan abasto y están reduciendo los tipos, el cartón ha subido un 40% y el vidrio un 15%. Toda la materia prima ha subido y esto es una guerra”, manifiesta. Estas circunstancias afectan directamente a la exportación. “Antes de la pandemia un contenedor hasta China costaba 1.300 dólares y ahora, 23.000 dólares”, detalla el chiclanero que este verano ha ofrecido un mayor número de visitas.
Entre sensaciones, explica que el cliente nacional es el más frecuente. “Sobre todo la zona del centro y del Norte, la verdad es que se ha notado mucho. Y así se ha vendido algo más porque el turista nacional viene con su coche y se puede llevar sus botellas, pero el que viene en avión no puede”, destaca.
Chano transmite en cada palabra su pasión por el vino y su crianza. Para él, “es cultura” y algo por lo que sacar pecho. Una bebida que “los españoles han propagado en el mundo entero” y que embriaga de gusto a todo aquel que moje sus labios. “Da mucha pena que los chavales jóvenes cojan una botella de ron”, dice Chano en las instalaciones que conoce como la palma de su mano. Esa que sujeta una de las botellas que espera que sigan siendo distribuidas.
Pese a que había “un rechazo psicológico” por las adversidades contra las que lucha el sector, confía en que una sexta generación tome el relevo para seguir llevando la herencia familiar a los rincones del planeta.
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