Los agricultores y ganaderos de la cuenca del Guadalquivir enfrentan uno de los momentos más difíciles que se han vivido en el campo en las últimas décadas. Una dura sequía golpea sus tierras, convirtiéndose, paradójicamente, en la gota que colma el vaso. “Esto no viene de la sequía”, reconoce Guillermo Romero. “Esta situación la llevamos arrastrando muchos años; la sequía lo único que ha hecho ha sido agudizarla”, subraya.
No hace falta más que echar un vistazo a las hectáreas que rodean la explotación de Guillermo para comprender la situación devastadora en la que se encuentran. Según COAG, alrededor de un 50% de las tierras de la cuenca del Guadalquivir van a quedarse sin sembrar este año. Los agricultores temen invertir su dinero en semillas que, luego, por falta de lluvia, no crezcan.
“Lo que yo siembro es para mis animales, por eso, tengo los ojos puestos en el cielo este fin de semana, para ver si llueve y puedo cultivar algo”, confiesa este ganadero, sin dejar de otear las nubes. “Esta noche removeré con el tractor las tierras para que, si llueve, el agua las coja oreadas y se pueda sembrar”, cuenta. “Además, si no sembramos, perdemos las subvenciones de la PAC y, tal y como están las cosas, eso no nos lo podemos permitir”, aclara.
La falta de lluvia también ha provocado la escasez de los pastos. Sin pastos con los que alimentar a los animales, los ganaderos han tenido que recurrir al pienso, que a su vez, en tan solo unos meses, se ha encarecido un 20%. “Gracias a Dios que, por intuición, hice una compra grande en verano y todavía tengo, si no, yo no sé cómo hubiera enfrentado el invierno”, reconoce este pastor, el único menor de 45 años que queda en la zona.
"Esto es algo que te tiene que gustar mucho, porque beneficios no vas a sacar. Es algo que, sobre todo, se hace por amor al campo y a la naturaleza"
Guillermo Romero posee 1.000 cabezas de ovino en una pequeña explotación de cinco hectáreas ubicada dentro del término municipal de Lebrija. Aunque siempre ha estado en contacto con la ganadería y la agricultura, pues heredó este oficio de su padre, fue hace tres años, al cumplir los 37, cuando decidió incorporarse a él como joven ganadero. “Esto es algo que te tiene que gustar mucho, porque beneficios no vas a sacar. Uno, endeudándose, saca para poner un plato de comida todos los días sobre la mesa, pero nada más. Es algo que, sobre todo, se hace por amor al campo y a la naturaleza”, reconoce.
Como muchos ganaderos, mantiene una parte de sus tierras en propiedad y, la otra, arrendada. Esto incrementa el volumen de gastos que, mes tras mes, Guillermo tiene que enfrentar. “Nosotros no comercializamos la leche, vivimos solo de la venta de los corderos. Entonces, hay que pensar que las madres pueden parir, como mucho, dos veces al año, pero que hay que alimentarlas los doce meses. Por tanto, criar un cordero no es solo el pienso que come, sino el que come la madre los seis o siete meses que está para concebirlo, gestarlo y amamantarlo”, explica.
En general, los corderos lechales se venden para su consumo cuando pesan alrededor de los once kilos, es decir, más o menos, cuando se cumple un mes y medio de su nacimiento. Sin embargo, durante la pandemia, su demanda cayó en picado –debido al descenso de las reuniones familiares– y muchos fueron vendidos por debajo su precio habitual o como borregos —crías con uno o dos años—. Esto provocó una fuerte disminución en los beneficios de los productores.
“Este año pude vender una buena remesa de corderos, pero otra se me ha quedado aquí: no viene el camión a por ellos porque, por el aumento de los contagios por covid, muchos clientes están cancelando las comidas y las cenas que ya habían reservado en bares y restaurantes. Estos establecimientos son otra de nuestras grandes fuentes de ingresos: si ellos no funcionan, nosotros tampoco”, explica Guillermo.
“Está claro: los costes no paran de subir y las ayudas son mínimas. ¿El resultado? Por mucho que digan, llevamos meses vendiendo por debajo de los costes”
Los descensos de las ventas provocados por la pandemia, la disminución de pastos por la sequía o la subida del precio de los piensos son solo algunos de los problemas que este ganadero enfrenta cada día. “A eso hay que sumarle la subida en el precio de gasoil rojo —el que usa para el tractor—, que ha pasado de los 70 céntimos al euro, y de la electricidad, que para mí es indispensable, porque los motores con los que extraigo agua de mis pozos funcionan con luz”, precisa. “Está claro: los costes no paran de subir y las ayudas son mínimas. ¿El resultado? Por mucho que digan, llevamos meses vendiendo por debajo de los costes”, asegura.
Ante esta reducción de los beneficios, los ganaderos tratan de aferrarse a las subvenciones y ayudas prometidas por la Política Agraria Común (PAC). Sin embargo, con la nueva reforma, muchos pequeños ganaderos aseguran haber salido perjudicados. “A mí este año me han recortado en 1.000 euros la PAC. Mire hacia donde mire, todo son pérdidas. Este oficio es trabajar 365 días al año y no sacar ni para los gastos. Al revés, te tienes que ‘entrampar’ para poder sobrevivir”, denuncia.
Cristóbal, el hermano de Guillermo, asiente con la cabeza. Él es el único que le ayuda en la explotación. “Añade también los seguros sociales”, comenta, entre risas de desesperación. “Al mes, se nos van, mínimo, otros 600 euros en eso. Es inviable”, sostiene. “Hemos estado tan ahogados que, hasta el verano pasado, usábamos mula y carro porque no nos podíamos permitir un tractor”, desvela Guillermo. “Era tanto trabajo repartir las alpacas con la mula, que hubo un momento en el que dije: ‘Mira, nos endeudamos, pero compramos un tractor nuevo’, porque ya no podíamos más”, confiesa.
A todas luces, el futuro del sector en la zona se dibuja como un imposible. La Unión Europea, cada día más exigente con los ganaderos, somete sus explotaciones a controles sanitarios y ambientales económicamente inviables. Los costes de producción no cesan en su aumento y los precios de venta de la leche y de la carne son irrisorios. Las subvenciones de la PAC se reducen y los seguros sociales no dejan de aumentar. En el horizonte, un oficio milenario que agoniza a la vista de todos, sin que ninguna autoridad parezca sobresaltarse.