Tras semanas de una pérdida indudable de salud, pero después de recibir el alta, nada más acabar la Semana Santa, en el Lunes de Pascua, el Papa Francisco ha muerto. A sus 88 años, apenas unos días después de celebrar sus doce años de Papado, Jorge Bergoglio ha muerto a las siete de la mañana en El Vaticano.
El Papa llegó tras la renuncia de Benedicto XVI, que dejó el anillo del Pescador en vida en lugar de aguantar hasta su muerte. Un fuerte conservador, ortodoxo, continuación de Juan Pablo II, quien también se resistió a los aires reformistas. El sucesor de Benedicto fue un jesuita latinoamericano que había desarrollado su carrera lejos de Roma.
Y eso era simbólico a la llegada de Francisco, quien eligió un nombre sencillo y que nunca se había empleado, algo también simbólico. Jorge Bergoglio tenía ya su renuncia preparada como arzobispo de Buenos Aires cuando conoció la marcha de Benedicto. En 2013, se acercaba a los 80 años que le retiraría la condición de cardenal elector y, por su parte, en la práctica le iba a descalificar para tomar el Papado.
Progresista, pero no un teólogo de la liberación
Pero los tiempos se dieron, fuera deliberadamente por Benedicto XVI o no. Por entonces era un posible Papa reformista, que mandaba mensajes progresistas que llegaban a las altas instancias vaticanas, que contaba con favorables entre la curia para acceder a la silla de San Pedro.
Hay que entender los recelos vaticanos. El temor a reformar es caer en la pérdida de ortodoxias, de verdades inmutables sobre las que se han levantado los cimientos de la Iglesia durante siglos. Francisco procedía de Argentina, cuna de la teología de la liberación, la que empapaba de marxismo las doctrinas y el día a día de muchas sedes. Nunca perteneció a esa corriente, pero estaba cerca, temían algunos en el Vaticano.
De hecho, Francisco colaboró, según sus acusadores, con Videla y su régimen del horror en los setenta que dejó miles de muertos y desaparecidos. Otros apuntan a que se acercó solo para procurarle seguridad a los suyos, a los jesuitas, sobre los que ya entonces mandaba en el país.
Fuera o no así, Francisco acabó siendo la voz de los mensajes más progresistas y democráticos pasados los años. Sin ser teólogo de la liberación, y habiendo sido incluso acusado por estos de colaboracionista con el régimen argentino, abrazó algunas de las tesis.
Cuando fue elegido para ser Papa, se especuló con una revolución desde arriba. Un nuevo lugar para las personas homosexuales, para los divorciados y, sobre todo, para la mujer. Hay decisiones, como rodearse de mujeres en la alta dirección vaticana, que ejemplifican en el nombramiento de una mujer como prefecta del Dicasterio para la Vida Consagrada. Pero nada de dar misa. Hasta aquello de si los curas deben casarse llegó a sonar. Pero esos postulados no estuvieron nunca entre las prioridades.
Sí se encargó Francisco de pedir perdón por los errores de la Iglesia al encubrir a pederastas, por inculcar otra forma de hacer las cosas. El balance aún arroja la pregunta de si se ha hecho suficiente o si ha sido un mensaje simbólico dirigido a los creyentes.
Un Papa que pasará por haber lanzado mensajes, pero que deja muchas dudas sobre cambios reales y profundos. Quizás porque no se puede cambiar de un día para otro el mundo desde una silla en Roma. Quizás porque no estuvo en su voluntad. Quizás porque aún el Concilio Vaticano II era reciente -dentro de los tiempos de la Iglesia- y el riesgo era una ruptura por parte de los ultras.
Francisco sí ha contado con enormes simpatías por su forma de dirigirse al mundo. Pero no ha sido el revolucionario que sus detractores –y a la vez, sus más fervientes defensores– pensaban. Sí ha mantenido los discursos más claros en favor de los desfavorecidos. Se marcha al día siguiente de la Resurrección y en pleno Jubileo de la Esperanza. Simbólico, quizás, como mucho de lo que ha marcado su Papado. Habrá que ver si los cardenales electores quieren seguir ahondando en cierto progresismo o si, por el contrario, optan por cierto conservadurismo.