Cuando llega primavera, en casa de Loli González, que comparte vivienda con sus padres septuagenarios, Francisco y Juana, empiezan a prepararse para encalar. Cuando tienen los sacos de cal, la "hierven". En cubos, llenos de agua, meten algunas piedras y las dejan un tiempo. "Al día siguiente ya se puede usar, pero cuanto más tiempo esté, más blanco pinta", explican.
Este método tradicional, popularizado en pueblos blancos de Andalucía, sobre todo de Cádiz y Málaga, también se observa en el país vecino, en el Algarve y el Alentejo portugués. En la provincia gaditana, el Ayuntamiento de Medina Sidonia regala cal a sus vecinos cada año, animándolos a que conserven esta tradición, que contribuye al embellecimiento del casco histórico. A través de vales, canjeables en tiendas especializadas, entrega diez kilos a cada vecino. Una campaña que sigue vigente hasta el 13 de junio.
La cal puede actuar como fungicida y biocida, o sea, que es antibacteriana. Las bacterias y microorganismos no se adhieren a las superficies gracias a la cal, que reduce los efectos negativos que pueden sufrir alérgicos o personas con problemas respiratorios. Por eso fue utilizada en pandemia para luchar contra el virus, ya que se descubrió que podía inactivar el SARS-CoV, el primer coronavirus.
A casa de Loli, que es también la de Juana y Francisco, no hizo falta que llegara una pandemia para convencerlos de las ventajas de pintar con cal. De hecho, hace unos 200 años que la vivienda, situada frente al Arco de la Pastora de Medina —una de las tres puertas del recinto amurallado del pueblo—, pertenece a la misma familia, en la que se enseña a encalar de madres a hijas, de abuelos a nietos.
En este enclave resisten a los cantos de sirena del turismo. "Nos han propuesto que vendamos, pero no hemos querido", confirma Loli. Alrededor tiene varios pisos destinados a recibir turistas. Por el Arco de la Pastora, ahora pasan muchos, algo que no era habitual hasta hace poco tiempo. Entre apartamentos turísticos y casas que se alquilan para acoger a visitantes, aguanta la familia González Pérez.
La bisabuela de Loli, madre de Juana, inició una saga de moradores en una casa en la que han nacido cinco generaciones. Una vinculación que va más allá de cuatro paredes. Juana Pérez, de 73 años, nació en la vivienda, donde por entonces tenían una cuadra con burros, cerdos, gallinas o pavos. Ahora ese espacio, al fondo de un pequeño patio interior, lo utilizan como trastero.
Justo ahí hierven la cal, o la apagan, que es como se llama a introducir terrones de piedra caliza en un cubo con agua, donde pronto empieza a chisporrotear. Francisco es el encargado de mover la mezcla y de prepararla para cuando toque encalar. Él, por cierto, trabajó como calero en la cantera del Berrueco, en Medina, con su cuñado.
"La cal produce un efecto botijo, deja las casas frías en verano y calientes en invierno, porque las paredes transpiran", explicaba Isidoro Gordillo, de Gordillos Cal de Morón de la Frontera, a este periódico. Su empresa es de las pocas que quedan en la zona. De ahí proviene la cal que usan en casa de los González Pérez.
Medina Sidonia es uno de los pueblos blancos de Cádiz, que lleva siglos encalando sus casas. En principio, para combatir enfermedades, desde el tifus, hasta la fiebre amarilla o la peste, en los siglos XVI o XVII, cuando se sellaban las tumbas de los muertos por estas enfermedades con cal, a modo de protección. Ahora, el Ayuntamiento emite cada año un bando para animar a sus vecinos a pintar con cal sus viviendas. Más por motivos estéticos (y turísticos) que otra cosa.
Cientos de kilos reparte el Consistorio cada temporada, destinados a "realzar la belleza de nuestro casco histórico". Y también advierte a los "propietarios de inmuebles cuyo deficiente estado de conservación perjudican la imagen tradicional de Medina Sidonia", para que se sumen a la fiesta de la cal.
"Nosotros la hemos comprado antes de que repartieran, porque solemos hacerlo en abril", cuenta Loli González, que tarda unos dos meses en encalar la vivienda. Todos los días, poco a poco, van dando con cal a alguna estancia. Empiezan antes de que florezcan las plantas que tienen distribuidas en las más de 200 macetas que tiene la casa. "Por si se rompe alguna al moverla", aclara Loli.
Con una pinceleta, y mucha paciencia, van mojando en un cubo con cal, arreglando desperfectos y blanqueando el interior de los patios, la fachada, la azotea, el callejón que da a la antigua cuadra... "Desde pequeña, me ponía de arriba abajo, una y otra vez", dice Loli, que es la última generación de una familia de encaladores amateur. "Para no hacer pajarracos", añade, que es como llama su madre a las figuras que aparecen en la pared cuando no se encala bien.
La tarea tiene su técnica. "Hay pocos pintores que sepan encalar", recalca Loli. En su casa es un conocimiento que se ha ido transmitiendo desde la infancia. De cinco hermanos, solo ella sabe encalar. Con la cal hay que insistir. Y repasar una y otra vez el mismo lugar, si la piedra se la "bebe" rápido.
Con 50 kilos han encalado toda su vivienda. Unos 15 euros le cuesta el saco, con una decena de kilos de piedras. En el caso de optar por la pintura, la operación sería mucho más cara. "Primero está la ventaja económica", apunta Loli, "aunque la cal cuesta mucho limpiarla del suelo", matiza. Eso sí, con pintura plástica sería imposible embellecer las paredes de piedra de su casa. Con la cal, sí.
En la población de la Janda, así como en otras de la provincia o de Málaga, el óxido de calcio es más que un material. Es algo que está íntimamente ligado a la forma de ser de unos pueblos que no se entienden sin sus fachadas blancas. Encaladas. Libres de virus, de paso. "Mi madre, incluso le echa un poco de Zotal (desinfectante) cuando las paredes tienen mucha humedad", cuenta Loli. "Yo soy muy de cal, a mí me encanta", agrega Juana.
"La sensación de frescor que da una casa encalada no la tiene una con pintura plástica", dice Loli González. "Es una sensación distinta, está más fresquita". En su familia llevan toda la vida conviviendo con este material. "Hemos estado al pie de la calera, cogiendo las piedras, hemos visto cómo se transformaban luego en cal, quemándose poco a poco...", relata, poco menos que emocionada.
Hace un año que Juana y Francisco volvieron a los orígenes, a la casa donde se casaron, y empezaron a nacer sus hijos. Aunque se trasladaron a una vivienda más grande, a las afueras, han regresado al lugar donde empezó todo. Al que le tienen más apego. A pesar de que conlleve mucho más trabajo, ya que siempre hay algo que hacer. Cuando llegue el otoño, tocará de nuevo "hervir" la cal y repasar las grietas que hayan aparecido, los desconchones que hayan surgido en unas paredes que están vivas.
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