Pocos símbolos son más representativos de la lucha social en la Sevilla del siglo XXI que la casa del Pumarejo. Construida a finales del siglo XVIII por el conde Pedro Pumarejo, un mercader español habituado a hacer las Américas, posteriormente pasó a ser una casa vecinal. Aunque el carácter reivindicativo de quienes ahí han vivido viene de largo, ha sido en las últimas dos décadas cuando se ha popularizado por ser un referente en la ciudad y su batalla contra los desahucios, las mujeres maltratadas, las inmigrantes sin papeles o acoger a personas sin recursos. Ubicada en la plaza del mismo nombre, en el distrito de San Gil, se encuentra a escasos 200 metros de la Basílica de la Macarena, ya dentro del casco histórico de Sevilla. Si bien las conquistas sociales han sido el principal objeto de atención en torno a la casa en los últimos años, desde hace más de una década también ocupa a los vecinos la rehabilitación del edificio, el cual se encuentra cada vez en peores condiciones, pese a que fue declarado por la Junta de Andalucía Bien de Interés Cultural en el año 2003.
Hasta allí nos acercamos una calurosa mañana de este mes de julio, y la primera impresión es la de una plaza con una enorme presencia de personas en situación de marginalidad. Tan solo 12 horas antes de nuestra presencia allí, el jueves por la noche, se hallaba muerto a un indigente de unos 50 años en los bancos quetenemos al lado. Inmigrantes, toxicómanos o personas que simplemente viven en la pobreza se sientan o deambulan por la plaza mientras cantan, ríen y hablan de sus asuntos. Mayormente son hombres, pero muy cerca de ellos ya se erige unacola de unos 30 metros, con personas de todos los sexos y edades, preparadas para recoger alimentos que los diversos colectivos sociales con sede en el Pumarejo les van a entregar. Es en ese momento cuando percibimos los efectos de la crisis que ha llegado junto al covid porque, en esa fila india, lo que menos podemos observar son personas sin hogar. La mayoría de los que esperan su turno podrían ser vecinos de cualquier barrio de clase trabajadora en España. De hecho, seguramente lo sean.
En la entrada al centro vecinal, ubicada casi en la esquina derecha de esta enorme casa palacio, vemos cómo varias mujeres con acento latino se afanan en limpiar el local y después descargar una furgoneta llena de verduras. Tras preguntar a una de ellas, nos aconseja que hablemos con Nora Casalanga, una señora de mediana edad nacida en Rosario, Argentina, totalmente involucrada tanto en la historia y tradición de la casa, como en los quehaceres diarios de las muchas asociaciones de carácter social que allí se ubican. “En la casa sigue viviendo gente a pesar de las condiciones en las que se encuentra, ya solo quedan dos vecinos pero había muchos más”. Nora, que se encarga del mercadillo cultural de libros usados los sábados en la misma plaza y también de la pequeña biblioteca en uno de los espacios de la casa, recuerda que hubo quien se interesó hace unos años en comprarla. “En el año 2000, un hotel quiso comprarla pero se encontró con la fuerte oposición de los vecinos y de gran parte del barrio”.
Aparece con un manojo de llaves y nos invita a pasar. Lo primero que vemos en cuanto entramos al zaguán es una rampa, instalada para un vecino con ELA recientemente fallecido y también puntales, muchos puntales por todos lados. “Desde que la compró el Ayuntamiento hace 20 años, estamos luchando porque se rehabilite”. Y relata el enorme tejido social que ha logrado crear el Pumarejo como lugar donde convergen distintos colectivos de carácter social. Mujeres supervivientes, que dan de comer a muchas personas los miércoles; las trabajadoras del hogar, la mayor parte de ellas de América Latina; la Plataforma de afectados por la hipoteca (PAH); informática para mujeres; talleres de italiano o francés y hasta clases de yoga y capoeira. En cuanto abre una enorme cancela, vemos un patio andaluz que debió ser espectacular cuando la casa no se caía a pedazos. Aún así, sigue adornado con macetas recién regadas en el centro y mantones de Manila y carteles por las paredes conmemorando algunas fiestas populares o condenando la pasividad de los distintos alcaldes que estos años han obviado las necesidades del Pumarejo. Llama poderosamente la atención unas columnas de caoba, traída en su día de América, que sostienen los balcones de la parte superior del patio.
“A día de hoy esto es un lugar de resistencia”. Nora cuenta que con la llegada del covid se decidió hacer una caja de resistencia con la que se consiguieron casi 15.000 euros, que se repartieron entre 100 familias para que pudieran comer. Paseando por el patio andaluz nos percatamos del nombre que lo preside: Ventura Galera, un arquitecto siempre vinculado a la casa y en general a la lucha social, nunca se puso de perfil frente a la especulación inmobiliaria y la gentrificación que conlleva el turismo masivo. Nacido en la calle Feria, a tan solo unos metros del Pumarejo, falleció en accidente de moto en la Macarena a principios de 2019. “Nuestro particular homenaje fue dedicarle el patio de la casa con la que él siempre se involucró tanto”. Son decenas de estancias las que existen solo ya en la parte inferior; desde la biblioteca, que es lo que mejor conoce Nora y de lo poco que se libra de estar apuntalado, hasta el taller de italiano. Todas habitaciones son relativamente pequeñas y bastante humildes, “adornadas” con paredes rajadas o en las que ya se ve la piedra caliza.
En la modesta biblioteca, llena de libros donados y donde también hay un espacio para que jueguen los niños, abre las puertas para que entre algo de aire por el calor que allí, entre paredes gruesas de las de antes, todavía no se nota. Custodiada por otra puerta metálica que impide ver desde la calle lo que hay en el interior, podemos oír perfectamente las conversaciones de esos hombres instalados en los márgenes de la sociedad que antes de entrar habíamos visto cantar, discutir o comer en la puerta de la casa. “Aunque tienen problemas de marginalidad, respetan mucho la casa y aquí nunca dan problemas, como mucho nos piden que les carguemos en móvil en los enchufes de la biblioteca”. Pero lo que sigue centrando su hilo argumental es una rehabilitación que nunca llega.
“Casi todos los años presentan un presupuesto para rehabilitar la casa, y luego siempre se queda por hacer. A final de año vienen y hacen obras como de mantenimiento con las tuberías y demás, pero nunca le meten mano a la casa que es lo que queremos”. Nora ya desconfía de los políticos aunque reconoce que Juan Espadas, actual alcalde socialista de la capital andaluza, al menos les escucha con más atención y llama de vez en cuando. “Zoido nos ignoraba por completo”. La anfitriona nos emplaza a subir a la segunda planta, y de nuevo vemos unas anchísimas escaleras apuntaladas y, lo más impactante, portones de hierro cerrando la entrada a pasillos y viviendas que ya fueron abandonadas. “Las cierra el Ayuntamiento cuando alguien se va para que no las ocupe nadie”. Es ahí donde se entienden las dudas de Nora con respecto a la administración local, que pone más empeño por cerrar lentamente la casa que por mantenerla viva y en pie. “Llevamos 20 años en la lucha y vamos a seguir en ella, lo que realmente esperamos es que se haga un plan de habitabilidad”.
En cuanto subimos a la primera planta, avistamos un enorme pasillo con dos señoras al fondo, una mayor que pela con un cuchillo algo de comida en un andador y otra de mediana edad que la acompaña. Nos acercamos con las pertinentes medidas de precaución y Nora presenta a Felisa García, que a sus 87 años es de las dos vecinas que siguen viviendo en la casa del Pumarejo y es la presidenta de la asociación del mismo nombre. “¿Qué queréis saber la historia de la casa? Porque eso mi Pepe [su hijo] se la sabe bien, pero yo no. O ella [refiriéndose a Nora], ella también la sabe”. Felisa cuenta que se casó en 1959, y no recuerda con exactitud si fue en 1973 o el 74 cuando se fue a vivir a la casa. “La gente que ha vivido aquí siempre ha sido igual de luchadora, ya desde entonces”. Luego señala los portones de hierro que le ha colocado el Consistorio sevillano a ambos lados de su pasillo, lo que casi le provoca un ataque al verlo, según ella. “Salí y les dije, ¿ahora dónde tiendo yo la ropa?”.
La presidenta se queja de que todos los alcaldes se han portado igual con ellos, que ninguno ha hecho nada especialmente significativo. Y se enorgullece de ser ella como máxima representante de la casa quien le hace entrega al alcalde, ahora Espadas, una carta “que le escriben” cuando pasa por allí, por la calle San Luis, acompañando los pasos de la Hermandad de la Hiniesta, la hermandad del Ayuntamiento hispalense. Pero volviendo al día a día de la casa, tan solo hace dos meses salió ardiendo la pared frente a la casa de Felisa, una en la que ahora se pueden ver canarios en jaulas. “El Ayuntamiento dijo que iba a mandar a alguien de mantenimiento, eso fue hace dos meses y todavía estamos esperando”, dice la octogenaria en una evidencia más de las penosas condiciones en las que se encuentra un edificio de tanto valor patrimonial e histórico. En todos esos minutos, la mujer que la acompaña, con un español típico de quienes tienen el portugués como lengua madre, no ha parado de subir con bolsas de comida y salir y entrar de la casa para acabar refrescándose con mate o algo muy parecido, al menos por su recipiente. Antes de marcharnos, Felisa acepta no muy convencida que el compañero gráfico le tome una foto, “una, no vayas a hacer media docena”, le espeta.
Seguimos la conversación con Nora, que ahora muestra su preocupación por cómo ha aumentado con la pandemia el número de gente que se acerca hasta allí a pedir ayuda. “Yo llevo 15 años en el comedor social y estos años veía una fila de gente normal, pero ahora, cuando llegan las 12 y media o 1 de la tarde, la cola da toda la vuelta a la fachada de la casa”. Y recalca lo que ya antes pudimos ver nosotros al llegar a la plaza. “No son gente que vive en la calle, es gente aseada, que viste bien… eso nunca se vio”. Posteriormente describe las múltiples promesas incumplidas del Ayuntamiento. “Ellos todos los años nos llaman, pedimos reuniones, nos las dan y nos dicen que no nos preocupemos, que se va a hacer la rehabilitación, pero al final nunca se hace”. Destaca que lo único que han conseguido del Consistorio fue el salvaescaleras que instalaron para el compañero con ELA que murió hace unos meses. “Ahora dicen que van a empezar las obras a finales de año, veremos”.
El centro vecinal que ocupa el Pumarejo tiene una concesión por 15 años para ocupar la casa, gracias a un acuerdo entre PSOE e Izquierda Unida, matiza Nora, por lo que aún les quedan varios años allí. Recordamos con ella el ataque perpetrado por unos fascistas que recibieron en el mercadillo de libros del sábado hace un par de años. “Ya se sabe que la gente que viene con la cara tapada son muy cobardes. Nosotros mantuvimos la calma, dieron cuatro golpes a unos hierros y se fueron”, señala con tranquilidad, aceptando que cuando se está en la lucha desde la calle, se exponen a estas cosas. Y como resumen final, nos quedamos con sus palabras sobre el significado de esta casa en la batalla social: “El Pumarejo te atrapa, acá viene gente de todos lados, hasta alumnos de másters para comprender el fenómeno de lo que pasa en ella”. Y tiene claro el espíritu que la hace tan especial. “Es un lugar donde confluimos en armonía muchas personas y todas diferentes, y por eso vamos a seguir luchando por esta casa”.