El término 'techo de cristal' ya es bastante conocido: es ese límite invisible que impide conseguir la igualdad de las mujeres respecto a los hombres en materia salarial, en ascensos en puestos de trabajo, o en la representación en puestos directivos. Pero existe otra realidad: la del llamado 'suelo pegajoso', el fenómeno por el que las mujeres se ven habitualmente relegadas a los puestos peor remunerados y más precarios, relacionados, en su mayoría, con los cuidados.
Uno de los mejores ejemplos de esta realidad es el trabajo de las camareras de piso, ya más conocidas como 'kellys' gracias a la lucha laboral y feminista que han llevado estas mujeres en los últimos años. En la provincia de Cádiz, donde la industria turística ya representa el 20% del PIB anual, ellas sostienen en gran medida el sueño turístico, el boom del sector servicios, con sus manos y hombros operados, sus espaldas cansadas y sus piernas con varices. Agotadas, en una rueda que no cesa.
Cristina Montero tiene 43 años, y lleva 25 trabajando como camarera de piso en un hotel en Chiclana. "Empecé a los 18 años porque quería comprarme un coche, y tenía que elegir entre estudiar o trabajar... Me ofrecieron este trabajo y desde entonces", relata. Tiene tres hijos, y su día a día pasa haciendo malabares para poder conciliar su trabajo con los cuidados, de los que las mujeres siguen llevando la mayor parte todavía. Como ella, muchas de sus compañeras tienen una jornada reducida, porque si no, no llegan.
"Salgo de aquí, corre, recoge a una, recoge a los otros dos, lleva a uno a extraescolares, lleva a otro… Vamos, yo me consigo sentar a las 10 de la noche, y vuelta a empezar", se sincera.
Además del impacto en la conciliación, cuenta que el día a día del trabajo en sí es muy estresante. Habitualmente, tienen un tiempo estipulado de 20 minutos por habitación, y 45 minutos si se trata de una salida (cuando un cliente deja una habitación y deben prepararla para el siguiente). Durante las cuatro u ocho horas (depende si están a jornada reducida o completa), el reloj se convierte en su peor enemigo. Es una carrera por acabar el número de habitaciones que tengan asignadas para ese día.
Su compañera, Lourdes Rodríguez, refiere una historia similar. Ella también tiene una jornada reducida, a cinco horas, para poder conciliar mejor. "Con niños pequeños es imposible, por eso muchas tenemos jornadas reducidas", expresa.
Esta chiclanera explica que llegan a evitar beber agua durante la jornada laboral, "para no tener que ir a hacer pipí". Porque eso supone pérdida de tiempo efectivo, un 'lujo' que no pueden permitirse. "Nuestras compañeras más mayores tienen problemas de vejiga por eso", relata. Suelen ayudarse unas a otras para que todas acaben a tiempo.
Tampoco culpan a sus superiores, que hacen "lo que pueden", según explican, con los horarios, los turnos y el personal que hay. La culpa es de un sistema insostenible, de un modelo basado en el trabajo a destajo.
Una carrera a contrarreloj
Vanessa Patrón lleva 22 años trabajando en el sector. "La mujer con hijos llega a casa y sigue trabajando", relata, refiriéndose a las dificultades para conciliar con la vida familiar, y al peso de los cuidados. Explica que las horas extra no se pagan, por lo que todas intentan terminar a su hora.
Para ello, se ayudan unas a otras. "A veces, la ayuda que te mandan es otra compañera que lleva toda la jornada trabajando", explica. Ella entra a las 7, y cuenta que primero se hacen las zonas comunes, y luego las habitaciones. "No todas las habitaciones son iguales, pero eso da igual, es siempre el mismo tiempo por habitación", apunta.
Las ratios son de 18 a 20 habitaciones, que deben acabar durante la jornada; una lucha permanente contra el paso de las horas en el reloj. Esta semana, el colectivo se concentró en Chiclana, 'paraíso' hotelero por excelencia, para exigir mejoras en sus condiciones laborales. Demandan, sobre todo, la jubilación anticipada a los 58 años, la adecuación de la carga de trabajo, para que no sea trabajo a destajo, y el reconocimiento de enfermedades laborales.
Tras una conversación con cuatro de estas mujeres, una puede hacerse una idea clara de que, entre esas enfermedades laborales, las relacionadas con la salud mental toman un papel protagonista. La ansiedad y la depresión parecen estar a la orden del día en este trabajo.
Pero no son las únicas: las varices, los vértigos o dolencias músculo-esqueléticas también son habituales. Rosa Tocino comenzó a trabajar en el sector en el año 2000. Ella está contratada a jornada completa, y toma diversas medicaciones, "para la ansiedad, los vértigos, el dolor de espalda...", recita ella misma. Como las demás, habla de la importancia del compañerismo. Antes, según relata, salían tarde; llegaron a la conclusión de que eso no podía seguir sucediendo. "Sí o sí terminamos a nuestra hora, porque parece que si salimos más tarde es porque vamos lentas", explica. Por eso, se ayudan unas a otras.
Cristina está operada de una mano, del túnel carpiano, y tiene que operarse también de la otra. Y ha sentido en su propia carne la falta de reconocimiento de las enfermedades derivadas de su actividad laboral: "Se me quedaba dormido el brazo, todo entero. Hace dos semanas, tirando de una cama, me dio un tirón en el hombro. Fui a la Mutua y solo con tocarme me dijo que tenía la fibra partida, que necesitaba reposo, y justo libraba cuatro días seguidos. Me llamaron a los dos días y me dijeron que eso no era enfermedad laboral. Y digo: pero es que yo el tendón lo tengo cogido, son 25 años trabajando...". Están, así, desamparadas frente a las consecuencias que les acarrea su trabajo.
Medicadas, agotadas y 'quemadas'
La sensación que se tiene es la de una rueda que no para de girar, un reloj que las persigue y que no para nunca. "Yo he librado y lo que he hecho es dormir, dormir, dormir. Es una reventaera, un agotamiento mental y físico...", relata Rosa. "Además, te mandan lo mismo a trabajar a una de 20 años que a una de 60", como es su caso, aclara. "Y nunca están contentos, siempre más, y más", refiere Lourdes.
Todas inciden en las consecuencias que ello acarrea para su salud mental. Además, "el cliente siempre tiene la razón, porque paga", explica Rosa. "La cabeza algunas veces parece que te va a estallar, de la presión", añade. Hasta que no se vive, no se puede saber de verdad cómo es este trabajo; así lo expresa Lourdes.
Tienen quince minutos de descanso por la mañana y media hora para comer, pero en muchas ocasiones emplean ese tiempo para seguir trabajando y poder salir a tiempo. "No te dicen que no pares, pero esa media hora te la quitas tú misma, porque te queda trabajo. Engulles en 15 minutos y corriendo a trabajar otra vez", relata Rosa. Y añade: "Si no es por comer, es por sentarme un poco, para descansar las piernas".
No pueden hacer tampoco planes muy a largo plazo, porque a veces las llaman entre sus días libres para que acudan a trabajar una jornada. "Estamos muy quemadas, quemaítas", apunta Rosa contundente.
La de estas mujeres, que sostienen con su trabajo hasta la extenuación el paraíso hotelero sobre el que se asienta la provincia, que lo pagan con su salud mental y con perder parte de su vida, es una lucha laboral. Pero también es una lucha feminista, porque hablan sin tapujos del peso de los cuidados, de dificultad para la conciliación, de precariedad y de cuerpos agotados por un modelo insostenible, que no reconoce siquiera las enfermedades laborales de los trabajos más feminizados y precarios.
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