Escuchaba a Cecilia y Mari Trini, y las arrastraba a su letanía de vino, humo y compás como los versos de Luis Cernuda, Juana de Ibarbourou y Carlos Edmundo de Ory. Sus dos grandes pasiones, no obstante, eran Paula y Terremoto, siempre vivos y presentes en su forma de entender el arte y en sus arengas por bulerías. En el antiguo bar del Arco de Santiago podía vérsele con Camarón, que venía al barrio en busca suya, frente por frente, los dos divertidos, hablando de todo y de nada. Horas y horas ante la mirada de Agustín. Decía que acumulaba montañas de papeles escritos en el cuarto donde viajaba al interior de su ser y de su mente. Restos de servilletas manuscritas o cuartillas con versos imposibles de amor y desamor, de primaveras, inviernos y naturaleza. Escritos dedicados a la luna y las estrellas que veía desde jardines en el cielo, grabados en noches de corinto, con nubes blancas y flores de terciopelo. Estrofas de excelsos poetas que le saltaban a los ojos y vampirizaba reinventadas a compás.
No le interesaba la fama, el éxito o el dinero. Apenas salió fuera de su tierra a cantar, solo registró dos cantes en estudio —incluidos en el disco Juncales de Jerez, que cumplió dos décadas el pasado año— y sus seguidores han dado con su música por grabaciones caseras, de mesas de sonido y sin remasterizar. Dormía deprisa junto a su madre, María la Pica, y algunas de sus hermanas, en un modesto piso de una zona obrera de su ciudad. Vivía más deprisa aún, empeñado en hacer cumplir su profecía de que moriría joven, “a los cuarenta y tantos…”, como le aseguraba a su hermana Fernanda.
Era filósofo de la vida, intelectual sin ser un hombre culto, agilísimo en la broma, cantaor sin métrica, genio sin figura, poeta del verso con espinas en la boca, un personaje literario cuya biografía da para novela y miniserie, elocuente en su parquedad de palabras, bailaor inmóvil. Titular de una peña flamenca a su nombre con sede en el colegio donde estudió en su barrio. Homenajeado en su ciudad en una rotonda escondida, en bodegas que fueron oro y hoy son ruina. Cicatrices de la crisis perpetua en la ciudad del vino en la que recreó e inventó los cantes casi sin salir de ella (apenas fue a Barcelona, Sitges y Madrid). Una vez quisieron llevarle a Japón pero se gastó el adelanto que le dieron y decidió finalmente quedarse en Santiago. Otra vez quisieron hacerle un reportaje a nivel internacional, pero al final pensó que ya lo conocía todo Jerez, que para qué... Empezó a trabajar de electricista, pero decidió que la mejor forma de ganarse la vida era no trabajando demasiado.
Un hombre rehén de sus contradicciones y encarcelado en un ansia perpetua de libertad que, pese a todo, trascendió y se hizo eterno bajo un halo de misterio, duende y admiración difícilmente comparable en su especie flamenca. No hay compañero que en la reserva espiritual del cante no coloque al Pica en los puestos de honor, ni flamenco al que no le inspire o que hable mal de él. "Necesitó muy poco para llegar a lo más grande. Es uno de nuestros pilares, pese a que se hizo artista sin darse cuenta", resume el cantaor Pepe de la Joaquina en un programa, Jerezanos de leyenda, que Onda Jerez emitió sobre su vida y obra hace unos años.
https://www.youtube.com/watch?v=qf-nCf2mNfk
Hace veinte años que Luis Cortés Barca, Luis de la Pica, ya no está entre nosotros y sigue más vivo que nunca en la memoria de quienes le trataron, de sus compañeros y de los aficionados que estaban antes y han llegado al flamenco después de que él se fuera de este mundo. Tenía 48 años recién cumplidos en 1999, cuando un infarto de miocardio a las once y media de la mañana acabó con su vida. Dos semanas antes de aquel sábado 7 de agosto, con su compadre Enrique El Zambo, marchó a Córdoba a una boda. “No me bautizó a ningún niño, pero éramos mucho más que compadres”, cuenta el cantaor de Santiago al periodista Alfredo Grimaldos en El duende taciturno, una emotiva biografía sobre el artista jerezano, que incluye un cedé con grabaciones inéditas en fiestas y recitales, que se publicó en 2007 de la mano del sello El Flamenco Vive.
En aquella celebración, relata El Zambo en el referido documental de la tele local, “le dio un jamacuco, decía que le dolía el pecho, que no podía ni andar; se sienta, se recupera después de media hora, nos vamos a la fiesta y estamos hasta las diez de la mañana en la fiesta, cantando, bailando, bebiendo, fumando… nos vinimos sin dormir de Córdoba para Jerez, llegaríamos aquí a las cuatro de la tarde. Compare, ¿te llevo para casa? No compare, me voy a tomar una cervecita y ya después me voy. Venga, vámonos. ¡Qué no! Y él decía que no y no había quién se lo llevara, y yo me fui para casa. A partir de ahí, a las dos semanas fue cuando le pasó”. La noche, como para su amigo Juan Moneo El Torta, era siempre más larga que la muerte.
Una convidá a soñar
Como Baudelaire, que murió un agosto de 132 años antes con dos años menos que él, Pica compuso unas flores del mal que le convirtieron en un genio eternamente unido al adjetivo de bohemio. Y si uno se atiene a la definición exacta del término, “que lleva un tipo de vida libre y poco organizada; en especial, el artista de vida poco convencional”, puede decirse claramente que Luis lo era. "Si ser bohemio es ser noble, diferente, investigador y tener inquietudes, Luis de la Pica era un gran bohemio", ha dicho alguna vez Diego Carrasco.
Bajaba la calle la Sangre (como se conoce en Jerez a la calle Taxdirt, donde nació y se crió) junto a otro enigmático artista, el pintor gitano Juan Grande, buscando un buchito de La Ina que podía ser interminable. Dispuestos a fundir las calles y pintar las vivencias en sus obras de arte. O bajaba del taxi, medio de transporte en el que casi siempre se movía, ante la puerta de su Arco de Santiago, escamondado, camisa bien planchada por momá Isabel, bien peinado, con su barba plateada hecha un enjambre, y su mirada limpia de niño adulto. Entonces podían pasar horas hasta empezar la fiesta. Pero siempre llegaba el momento en el que Luis se arrancaba. O hacía uno de sus característicos desplantes meciendo solo una mano, “de la que salían mariposas”, recuerda Manuel Soto ‘El Bo’, indisoluble partner como prodigioso palmero y jaleador.
“Hubo un tiempo de acercamiento al flamenco en el que este hombre, Luis, me hizo soñar y volar con su cante, pero hoy parece un sueño, solo puede recordar sensaciones que no puedo describir”, rememora ahora Paco de la Zaranda, quien junto al inseparable Gaspar Campuzano, cerró algunos bares y tascas durante una época junto al Pica y al inolvidable cantaor plazuelero Diego de los Santos Rubichi, otro titán del cante que se fue demasiado joven para morir viejo. Como ellos, muchos otros artistas, gente de la farándula, la cultura y el arte en general, se acercaban en busca de impregnarse de la pena negra y la hondura de aquel gitano. Uno por encima de todo, Manuel Moreno Junquera Moraíto, con quien compartía bisabuelo, El Chopo, le acompañó cientos de veces en su fraseo profundo y en su desamor de letraherido. Ahora hace ocho agostos que también se fue Morao. El dolor fortalece, solía sentenciar el tocaor.
Poeta y anónimo que hacía "perrerías" con el dinero
“Poeta y anónimo”, tituló Miguel Mora el obituario de Luis de la Pica, un mes después de su muerte, en las páginas de cultura del diario El País. “Mezcla de artista genial, trilero inofensivo, profesor de matemáticas de Harvard, homeless neoyorquino, poeta de servilleta y solterón empedernido (…) el último representante del cantaor que canta solo para los amigos”, escribía el periodista madrileño. Como en aquel artículo recordaba Mora, De la Pica padecía una terrible enfermedad en la piel y se dice que eso fue lo que le impulsó a escribir una de sus letras más conocidas: “Miro a la Luna y veo que soy de ti. Miro mis manos y pienso que me voy a morir. A veces me paro, y me da escalofríos de pensar en mí”. El Pica no ha dejado de calar en los huesos de propios y extraños, desde un anonimato que ha ido poco a poco expandiendo su legado y haciendo cada vez más grande el recuerdo de un cantaor, esta vez no es un tópico, irrepetible. Con una personalidad arrolladora en su introspección pero imparable en su forma de caminar por el lado más salvaje y libre de la vida.
Una de las muestras más elocuentes de la personalidad desprendida, generosa y despreocupada por lo material, por lo tangible, de Luis era su relación con el dinero. En el libro de Grimaldos, su propia madre hace el siguiente relato: “Iba a las fiestas, se llevaba por ahí dos días y se gastaba lo que había ganado. La gente que había trabajado con él volvía con los dineros a su casa, pero él lo quemaba todo. Luego aparecía y me llamaba por la ventana: mami, mami… Chiquillo, ¿pero qué horas son estas? Que está ahí el taxi y no tengo dinero para pagarlo. Y después, se llevaba casi todo el dinero mío del mes y se lo gastaba con la gente. A algunos les dejaba pagado el café para una semana, a las mujeres les compraba pescado… Hacía con el dinero perrerías. Él ha disfrutado mucho, se ha llevado todo lo que ha podido llevarse. Ha ganado bastantes dineros, pero se ha gastado todo eso y más con la gente. (…) Curro Romero también aparecía por Santiago para preguntar por él y llevárselo por ahí. Le ponía un kilo de billetes en la mano. Luego Luis se lo daba a todo el mundo. A todos menos a mí”.
"Nunca en la vida tenía sueño"
Agustín Vega, dueño del antiguo bar dell Arco de Santiago, da fe de cómo Luis fundía la plata: “Cuando tenía dinero, no permitía pagar a nadie. Lo quemaba. A algunos les dejaba el café para toda la semana. Convidaba y, antes de que estuvieran las copas, ya había sacado el dinero. Un día, en la Feria, ya de madrugada, cuando todos nos queríamos ir para casa, se empeñó en invitar a todos los barrenderos que estaban recogiendo la calle”. “Él —apunta El Bo en el documental de Onda Jerez— no se quería ir a dormir, llegaba un momento que le decía Luis, mío, que tenemos que coger el tren… Qué borracheras cogería que tenía que quitarle los zapatos y meterle en la cama. No tenía hartura. Nunca en la vida tenía sueño. En la edad que yo tengo no he visto beber a nadie más La Ina, ni cerveza como a él. Pero era bueno de todas hechuras, era demasiado”.
Cayo real, demasiado corazón, niño prodigio —“este niño va a ser cantaor…”, espetaban en su familia al verle de chico remedar a Caracol en lo alto de una mesa—, sus raíces maternas llegaban hasta Galicia, pero en su sangre corría ADN de los Monos, los Vargas, los Junquera, Tía Anica la Piriñaca, Tío Pelicano, Tío Chavea… Herencia de una tribu genuina, en la que la soleá exprime hasta el fondo del alma y se canta a lo que se pierde. El cielo se me nubló, las calles me daban vueltas, cuando tú a mí me dijiste que nuestro querer ya se acabó. Pincha El Torta: "Ya no te vemos por ahí... En la Plazuela y en Santiago, te echan de menos, Luis". Escribe Cernuda: "Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo, Disuelto en niebla, ausencia, Ausencia leve como carne de niño". Baila el Pica: "Siento huir bajo el otoño...". Qué misterio tendrá el agua... los manantiales cantan.