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Los Machado, Manuel y Antonio -tanto monta monta tanto-, lograron escanciar en sus versos la esencia misma de nuestro país, de tan larga tradición cainita. El primero, que sobrevivió a la guerra incivil sin salir de España, con ese tránsito que fue del decadentismo al neopopularismo. El segundo, al que la misma guerra afectó de neumonía mortal al otro lado de los Pirineos, con esa mezcla ineluctable de simbolismo y filosofía krausista. La tradición más reciente de los tópicos, especializada en repetir como un loro que no lee, nos había obligado a creer, sin embargo, esa falacia de que uno representaba a la España franquista y el otro a la España republicana, sin atender a la realidad histórica de que ambos, nacidos bajo esta luz inconfundible de Sevilla, estuvieron siempre, con la eternidad de sus propias obras –incluso las teatrales que escribieron a cuatro manos-, por encima de todos esos colores que cantaron en la perpetua nostalgia de sus patrias perdidas, es decir, aquellas infancias sevillanas donde empezó todo. Lo dijo hace unos años el poeta de Carmona José Luis Rodríguez Ojeda, pero hace demasiado que no corren buenos tiempos para la lírica: “Cuánto Manuel en Antonio / y cuánto Antonio en Manuel. / Dos almas muy parecidas / por idéntica niñez. / Lo demás son circunstancias, / lo que cualquier vida es; / pero lo que sueña el niño / sigue en el hombre después. (…) / La misma luz buscan ambos / que daba en el patio aquel…”.
Sí, en el patio del Palacio de las Dueñas, propiedad que la Casa de Alba alquilaba en el último cuarto del siglo XIX a varias familias, vieron la luz los dos. Antonio, desde luego, nada más nacer. Manuel, desde que tuvo uso de razón; porque aunque el mayor de los Machado había nacido en la calle San Pedro Mártir, en el sevillano barrio de La Magdalena, fue el primero de los seis hermanos que conoció los traslados familiares del matrimonio formado por Antonio Machado Álvarez (hijo del rector de la Universidad de Sevilla, Antonio Machado Núñez, que había venido de Cádiz) y Ana Ruiz Hernández, una trianera de la calle Betis (entonces Acera del Río) cuyos padres regentaban allí una confitería…
El padre de los poetas, que firmaría sus trabajos de pionero folklorista como Demófilo, estaba llamado al fracaso en vida tras marcharse a Puerto Rico como registrador de la propiedad y volver con las manos vacías y una esclerosis medular para agonizar en el domicilio de calle Pureza de sus suegros… La madre, viuda tan joven y que iba a estar tan unida ya para siempre a su hijo Antonio, nació y murió un 25 de febrero. Vio la luz en Triana el 25 de febrero de 1854, y vio la postrera sombra en Colliure (Francia), tres días después que su hijo, un 25 de febrero de 1939 y tras haber estado preguntándose, confundida en medio de aquel martirio que fue el exilio atravesando la frontera andando, si “faltaba mucho para llegar a Sevilla”…
Y es que todo empezó en Sevilla, como habría de recordar su hijo Antonio en ese libro de filosófica retranca que tituló Juan de Mairena. Entre sus páginas, el autor de Soledades evocó, con los recuerdos delegados y empapados de poesía, cómo sus padres se habían conocido gracias al error de unos delfines que subieron desde el océano río arriba… “Y fue que unos delfines, equivocando su camino a favor de la marea, se habían adentrado por el Guadalquivir llegando hasta Sevilla. De toda la ciudad llegó mucha gente atraída por el insólito espectáculo, a la orilla del río, damitas y galanes, entre ellos los que fueron mis padres, que allí se vieron por primera vez”. También Sevilla para que el amor naciera.
Y de aquel amor nacieron seis hijos, por este orden: Manuel (1874), Antonio (1875), José (1879), Joaquín (1881), Francisco (1884) y la pequeña Cipriana, como su abuela paterna, la pintora que habría de retratar de niño a Manuel. La única hermana de los Machado moriría de tuberculosis (aquella enfermedad incurable aún) siendo todavía una niña… Y aunque todos corretearon por el patio del Palacio de las Dueñas y la plaza de San Juan de la Palma, en cuya parroquia no solo fue bautizado Antonio, aquella familia numerosísima mantenida económicamente por el abuelo paterno se trasladaría más tarde a la calle Navas, y luego -antes de marcharse definitivamente a Madrid porque el abuelo iba a ejercer como catedrático de Zoología en la Universidad Central- también tuvo su domicilio en la calle Orfila. De modo que hasta que se trasladan a la capital de España en 1883, Manuel con nueve años y Antonio con ocho respiraron las fragancias de una ciudad llamada a ser la cuna, medio siglo después, de la Generación del 27…
Ahora, 150 años después del nacimiento de ambos poetas, Antonio y Manuel –tanto monta monta tanto-, la medio recuperada Real Fábrica de Artillería de Sevilla –hoy Centro Magallanes de Industrias Culturales y Creativas- acoge una exposición que, bajo el título de “Los Machado. Retrato de Familia”, muestra el legado intelectual de esta familia al completo, empezando por el abuelo Antonio que hoy da nombre a la biblioteca que alberga el Fondo Antiguo de la Universidad de Sevilla, compuesto, por cierto, por documentos con más de un siglo de antigüedad y entre los que destacan doce códices de los siglos XIV y XV, 332 incunables y como 30.000 volúmenes de los siglos XVII al XIX… Tan distinguida biblioteca –situada justo detrás del Pabellón de México- no se bautizó en vano con el nombre del patriarca de los Machado. El primer Antonio Machado, que llegó a ser gobernador civil de la provincia de Sevilla, director de la Academia Sevillana de Buenas Letras y rector de su Universidad en varias ocasiones, fue además el primer traductor al español de las teorías de Darwin y, no contento con ello, publicó en 1854 –el año en que nació su nuera Ana, la madre de los poetas- un Catálogo de aves observadas en algunas provincias de Andalucía. Tres años después publicó el Catálogo de peces que habitan en las costas de Cádiz y Huelva y en el Guadalquivir. Y era tal su conocimiento de nuestra tierra que resulta delicioso leerle en aquel cuaderno de literatura científica párrafos como este: “En las marismas de la margen izquierda del Guadalquivir, no lejos de Lebrija y Trebujena, en las costas de Rota, Puerto Real y en las salinas de la Isla de León y Chiclana, hay una diversidad de zancudos y palmípedos que han llamado mi atención: la orilla derecha del río es también muy abundante en los mismos órdenes, con particularidad cerca del Rocío y de Almonte, así como en el coto de Doñana...”.
Donde madura el limonero
En ese ambiente y con ese bagaje cultural nacerían en Sevilla los dos poetas que protagonizan la exposición coordinada por Eva Díaz Pérez y Belén Castillo y que permanecerá abierta al público, y gratis, hasta el próximo 22 de diciembre. El comisario de la muestra es el exvicepresidente del Gobierno Alfonso Guerra, gran estudioso de la obra machadiana que nunca consideró la necesidad de traer los restos del poeta de Colliure porque siempre creyó que Sevilla estuvo siempre con él, y que ha insistido en el afán por derribar el mito de que los hermanos tuvieran trayectorias muy asimétricas que además se fueron distanciando.
La exposición, con documentos de todo tipo como manuscritos, cartas, primeras ediciones bibliográficas, expedientes académicos, fotos, material hemerográfico, cuadros y objetos personales, exhibe un singular linaje intelectual que parte del abuelo Antonio y la abuela Cipriana, pintora y transmisora del romancero; continúa por Demófilo, el recopilador de tantas letras flamencas como se hubieran perdido si él no las recopila en 1881; y termina centrándose en los dos hermanos poetas, juntos en Sevilla, en Madrid y en París cuando arranca el siglo XX y juntos hasta que las circunstancias al inicio de la guerra civil sorprende a Antonio en Madrid y a Manuel en Burgos…
Pero desde el principio estuvo Sevilla. “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla…”, escribió Antonio al arrancar su libro más célebre, Campos de Castilla, cuando la tristeza por la muerte de Leonor lo ha sorprendido entre Soria, de donde era su abuelo materno, y Baeza, aquel retiro jiennense de siete años. “Y un huerto claro donde madura el limonero”, prosigue el famoso poema inicial de aquel libro capital. Es el mismo limonero que todavía ilumina el patio de la Casa de las Dueñas como con bombillas cítricas encendidas, el limonero que “lánguido suspende / una pálida rama polvorienta, / sobre el encanto de la fuente limpia, y allá en el fondo sueñan / los frutos de oro…”. Ya en aquel poema de Soledades, el poeta recuerda sus tardes con “la buena albahaca, que tenía mi madre en sus macetas”. Y añade: “Que tú me viste hundir mis manos puras / en el agua serena, / para alcanzar los frutos no encantados / que hoy en el fondo de la fuente sueñan…”.
Y es que los patios, las fuentes y las tardes, como símbolos, arrancaron en los dos hermanos, sin distinción, en sus infancias sevillanas. Solo un año antes de la maldita guerra, cuando Manuel había cumplido ya los sesenta, volverá a recurrir a la fuente –la misma de Antonio- para hablar de la sabiduría infantil: “Esto es sumamente serio / y encierra un sentido grave. / La fuente tiene un misterio: / dice… lo que el niño sabe. / Porque él lo sabe; y, atento / a la parlera corriente, / tiene lleno el pensamiento / del discurso de la fuente”.
Son las fuentes sevillanas grabadas a fuego en la memoria de los poetas adultos. “¡Verdes jardinillos, / claras plazoletas, / fuente verdinosa / donde el agua sueña, / donde el agua muda / resbala en la piedra!”, escribirá Antonio, ya desde Madrid, herido de nostalgia infantil cuando se encuentra, en una tienda, un naranjo y un limonero en sendas macetas. “¡Qué triste es tu suerte!”, exclamará el poeta, comparando la estampa con sus propios recuerdos sevillanos. “Medrosas tiritan tus hojas menguadas. / Naranjo en la corte, / ¡qué pena da verte / con tus naranjitas secas y arrugadas!”. Con la sensualidad del Modernismo, el joven Antonio es capaz de construir admirables aliteraciones amarillas con solo comparar esos limones con los de su infancia. “Pobre limonero de fruto amarillo / cual pomo pulido de pálida cera, / ¡qué pena mirarte, mísero arbolillo / criado en mezquino tonel de madera! / De los claros bosques de la Andalucía, / ¿quién os trajo a esta castellana tierra / que barren los vientos de la adusta sierra, / hijos de los campos de la tierra mía?”.
Creo en mi hermano
El escritor cordobés Joaquín Pérez Azaústre ganó hace un par de años el Premio Málaga de Novela con El querido hermano, una historia terriblemente real que en la exposición sevillana de ahora se explica por capítulos y que desemboca, efectivamente, en ese Burgos nacional del principio de la guerra donde queda atrapado Manuel, hasta casi el final, porque aunque su propia poesía puesta al servicio del franquismo lo libera de la cárcel donde llega a permanecer preso unos días, cuando se entera de que su querido hermano Antonio ha muerto al otro lado de la frontera no duda en salir, con su esposa, Eulalia, hacia Francia para despedirse de él, sin sospechar aún que también acababa de morir la madre de ambos… 36 años antes, en una carta que Antonio le envía a Juan Ramón Jiménez, escribe lo siguiente: “Creo en mí, creo en usted, creo en mi hermano, creo en cuantos hemos vuelto la espalda al éxito, a la vanidad, a la pedantería, en cuantos trabajamos con nuestro corazón”. La declaración vale su peso en oro si se la compara con el boceto de un poema que Manuel escribiría ya en plena posguerra y que la exposición recupera y focaliza: “Mi hermano (el mejor poeta / de España, sin duda alguna) / cantó ayer la silueta / de Soria bajo la luna. / Alta Castilla, es decir / campo para pelear, / suelo para discurrir / y tierra para enterrar”.
El pensamiento visionario de Manuel, desde la época de la República, contrasta con la falsa imagen reaccionaria que algunos pueden tener de él, porque hoy es siempre todavía... En un artículo del periódico madrileño La Libertad, del 28 de mayo de 1933, tal y como recoge la exposición en un texto literal, Manuel afirma lo siguiente: “El mundo se debate hoy –lejos de toda libertad- entre dos dictaduras: la capitalista y la colectivista, la burguesa y la proletaria, entre el fascismo y el comunismo. Ambas son igualmente enemigas de la individualidad. Les interesa, en todo caso, el hombre, no la persona (…) Ambas son para mí igualmente detestables”.
Los dos hermanos se creían mutuamente, y se querían, como queda demostrado no solo en su estrecha colaboración como dramaturgos en obras escritas entre ambos en aquella época de remanso en la que el viudo Antonio (de Leonor) había poetizado ya a Pilar de Valderrama como Guiomar y su hermano Manuel había idealizado a aquella Lola que se iba a los Puertos, sino en la íntima coincidencia temática cuando ambos deciden autorretratarse, tanto siglos después. Los dos se acuerdan, cómo no, de Sevilla. Si Antonio identifica su propia infancia con “recuerdos de un patio de Sevilla, / y un huerto claro donde madura el limonero”, Manuel reconocerá que “bebo, por no negar mi tierra de Sevilla, / media docena de cañas de manzanilla” y que “medio gitano y medio parisién –dice el vulgo-, / con Montmartre y con la Macarena comulgo”…
Incluso cuando se rebuscan el sentido religioso en lo más hondo de sus infancias paralelas, a ambos los sorprenden la misma saeta y el mismo crucificado…Si Antonio invoca la saeta, el cantar “al Cristo de los gitanos, / siempre con sangre en las manos, / siempre por desenclavar” porque no es el suyo, sino “el que anduvo en el mar”, la misma pasión vitalista sobrecoge a Manuel cuando recuerda aquella misma “Canción del pueblo andaluz: /… De cómo las golondrinas / le quitaban las espinas / al Rey del Cielo en la Cruz”.
La Sevilla de los tres Antonios
Todos Antonios. El abuelo, el padre, el nieto. Los tres Machado. Por sus madres, uno Núñez, otro Álvarez y otro Ruiz. La madre de los poetas, la trianera Ana, se había casado con Demófilo y vivieron ciertos años de felicidad precisamente en Sevilla, donde el primer Machado, rector con el tiempo de la Hispalense, había tomado posesión, en principio, de su cátedra de Mineralogía y Zoología de la Facultad de Filosofía en 1846, solo unos meses después de que, en Santiago de Compostela –donde había sido catedrático de Física y Química-, le naciera su único hijo, el padre de los poetas. También el primer Machado se había casado con una sevillana, Cipriana Álvarez, que fue la que enseñó a leer a sus nietos en el Romancero general…
Si Antonio el poeta recuerda a su padre, Antonio Demófilo, lo situará precisamente en Sevilla, donde empezó todo: “Es la luz de Sevilla… Es el palacio / donde nací, con su rumor de fuente. / Mi padre, en su despacho. –La alta frente, / la breve mosca, y el bigote lacio-“. En otro poema, de 1916, confesará Antonio que “ya casi tengo un retrato / de mi padre, en el tiempo, / pero el tiempo se lo va llevando”, y añadirá: “Ya soy más viejo que eras tú, padre mío, cuando me besabas. / Pero en el recuerdo soy también el niño que tú llevabas de la mano. / ¡Muchos años pasaron sin que yo te recordara, padre mío! / ¿Dónde estabas tú en esos años?”…
El padre andaba por media España recopilando letras flamencas, empezando por las halladas en Sevilla. El padre por Puerto Rico, tratando de encontrar alguna estabilidad laboral. El padre de regreso, enfermo, agonizante, muerto sin haber cumplido los 47 años, mientras sus hijos los poetas, Manuel y Antonio, ya estudiaban en Madrid porque el abuelo había dispuesto otra educación para sus nietos, la de la Institución Libre de Enseñanza que promocionaba allí otro andaluz, el malagueño de Ronda Francisco Giner de los Ríos, que para los dos muchachos fue como otro padre al que también Antonio iba a llorar en una elegía memorable: “Como se fue el maestro, / la luz de esta mañana / me dijo: Van tres días / que mi hermano Francisco no trabaja. / ¿Murió?... Sólo sabemos / que se nos fue por una senda clara, / diciéndonos: Hacedme / un duelo de labores y esperanzas. / Sed buenos y no más, sed lo que he sido / entre vosotros: alma”.
Esos últimos versos, como les pasa a tantos poetas cuando hablan de otros, parecen escritos para sí mismo. Y en la exposición de la Fábrica de Artillería se juega con ellos como si fueran el testamento de don Antonio Machado Ruiz, que en plena guerra civil, ya en Rocafort (Valencia), declara en una entrevista que “cuando pienso en un posible destierro, en una tierra que no sea esta atormentada tierra española, mi corazón se llena de pesadumbre. Tengo la certeza de que el extranjero significaría para mí la muerte”. El maestro no se equivocaba. ¿Cómo iba a hacerlo un hombre que veinte años antes había sido ya capaz de profetizar en verso el devenir de su país? “Españolito que vienes / al mundo te guarde Dios. / Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón”.
Cuando el poeta, helado de frío, atravesaba la frontera hacia el país vecino, en el que siguen sus restos, “ligero de equipaje” como los hijos de la mar, no solo su madre se acordó de Sevilla al preguntar si faltaba mucho para llegar a su ciudad de origen, sino él mismo, como demuestra aquel último verso que le encontraron en el bolsillo: “Estos días azules y este sol de la infancia”. El azul, el sol, la infancia de una ciudad, la nuestra, en la que todo se confabula, siglo a siglo, para volver a empezar.
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