Cada vez que me acerco a la copla inevitablemente me acuerdo de mi madre acunando a uno de mis hermanos, de cómo se reía con las ocurrencias de Miguel Ligero, gitano de cartonpiedra que exhibía todos los estereotipos sobre los gitanos en sus películas.
El barrio de Santiago tenía su propio cine y a él solía asistir mi madre siempre que se podía, las películas de las folclóricas fueron el alimento de una época que miraba de manera tergiversada y patética la figura de los gitanos en la gran pantalla, y aun así, el cine como entelequia, servía para olvidar por unos momentos las penurias de los grises años de posguerra. La copla y sus intérpretes se convirtieron en una vía de escape efímera, un refugio fugaz por momentos, se dejaban colgados en una percha el hambre, las fatigas del trabajo en el campo, las duras condiciones de habitabilidad de la Calle Nueva.
La copla se había convertido en la crónica sentimental de los españoles desde finales del siglo XIX, un género que bebió en distintas fuentes musicales y poblado de seres que se hallan en los márgenes por su condición social, género o por el mero hecho de ser distinto en cuanto a moralidad, plagada de historias de mujeres señaladas y cuestionadas desde un punto de vista social. Dice Lydia García que la copla fue a la vez, lamento colectivo, repertorio de opresiones y forzosa tirada hacia adelante.
Este libro no es una historia de la copla, más bien reivindica el espacio que se merece en la crónica sentimental y social de nuestra historia reciente, acude a su memoria a través de las mujeres que pueblan este universo, haciéndolas por derecho propio en protagonistas de un relato que narran siempre en primera persona.
La copla fue alivio de faenas que distraía de los pesares y la pobreza y al mismo tiempo, un acto de interpelación a la sociedad ya que a través de ella se produjo un acto de resistencia social, disidencias sexuales y de transgresiones femeninas. La copla siempre estuvo en la frontera de la marginalidad, jugando al doble sentido mostraba un mundo imaginario que por repetido una y otra vez acababa formando parte de la propia educación sentimental de las mujeres, dice Lydia García que en cierta medida es un vehículo del ideario patriarcal. Pero que al mismo tiempo invita a una introspección y a una toma de conciencia que aboga por desposeer a la copla de esa apariencia romántica soportada sobre la poética de la sumisión femenina, de la dependencia emocional que crea y de sus devastadores resultados.
No, no es un libro al uso, más bien es una manual de resistencia bien posicionado que relata a través de los procesos sociales que jalonan nuestra historia reciente el devenir de un género a través de sus distintas interpretes, unas por que confieren un valor de cambio y otras por el valor de uso que otorgan al mismo.
Nuestra memoria indefectiblemente nos lleva al mundo de las folclóricas a través de la imagen que el cine nos ha proyectado como producto artístico. Pero el género se ha ido construyendo con otros mimbres menos plásticos e igual de importantes y por ello es aconsejable indagar en el bagaje humano de sus autores, saber leer entrelíneas sus textos, ahondar en la intrahistoria de las folclóricas, deconstruir los modelos sociales de la época y establecer procesos de decodificación de los múltiples motivos que componen la naturaleza del género y sus intérpretes para obtener una imagen más nítida y transversal del mismo.
¡Ay, campaneras! tampoco es una enciclopedia de la copla, es un retrato fiel de lo que fue y es el mundo de la copla y las folclóricas, narrado a través de acontecimientos altamente significativos y enmarcados dentro de un contexto histórico. Un libro muy agradable en su lectura que deja tras de sí, por lo que dice, cierto regusto agridulce, nos emocionamos ante composiciones tan bellas como Ojos Verdes o El día que nací yo y no nos deja indiferentes por lo que supuso poner en escena ciertas composiciones que eran objeto de censura y del escarnio público de todos sus actores, desde cantantes a compositores, pasando por los creadores de los textos.
Lydia García nos rememora cómo el cuplé y la copla llegaron a instrumentalizarse políticamente, higienizándose frente a las corrientes más transgresoras del momento, de cómo Andalucía se convirtió en sinécdoque de España y como la dictadura franquista en aras de distraer la pobreza recurre a toda una iconografía mediática buscando en las folclóricas lo que en otras partes no podía. El cine se puebla de personajes ingenuos, con el color desaparecen las puestas en escena sobrias casi lúgubres, Marisol se convirtió en el correlato de esa modernidad.
Despliega la autora una socarronería que hace cómplice a quien tenga entre sus manos este estupendo libro, una obra que va mas allá del relato anecdótico de las folclóricas, es el retrato de una sociedad a través de la copla y las folclóricas, de nuestra memoria doméstica, esa en la que se hallan nuestras madres y abuelas, un mundo donde convivía un modelo de sociedad impuesto frente a otro más disruptivo y subversivo, ambos imbricados en una cultura de carácter popular que hacía más soportable el devenir diario.
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