A principios de los años 90 cayó el Bloque del Este y el mundo entero se conmocionaba por la pérdida de la única potencia que ponía frenos al sistema económico capitalista. La victoria del liberalismo dio lugar a una serie de proclamas sobre lo que dio en llamarse “el fin de las ideologías”, “la era de la globalización” o incluso “el fin de la historia”. Estas no se basaban tanto en una presunta lógica histórica como en el sentimiento triunfalista de quien cree haber ganado justamente una guerra cuando su contrincante se suicidó antes de luchar. La industria cultural participó de este espíritu y, en su afán de absorber toda manifestación creativa rentable, hizo la inversión de su vida: a partir del fenómeno grunge el rock que antes era “alternativo”, vía The Pixies o Sonic Youth, iba a convertirse poco a poco en el género oficial.
Hasta entonces, cuando algún fenómeno marginal había interesado a los productores lo habían fagocitado con la misma saña: fue lo que sucedió con corrientes que hoy se siguen considerando radicales y antisistema como el punk, rap, el heavy metal… Esta vez iban a por todas: no era un estilo u otro lo que quería expoliar, sino la propia idea de “rock alternativo” o “independiente”. El objetivo: neutralizar de raíz cualquier manifestación que pudiese escapárseles, creando un panorama en el que, cuanto más te esfuerces por sonar alternativo, más grupos tengas en tu línea. En el futuro, con suerte, no se utilizará la misma etiqueta para White Stripes o Radiohead, pero de momento la cargan como una cruz.
De este modo, la industria —promocionando por un lado a los artistas comerciales edulcorados y, por el otro, a los artistas (comerciales) alternativos, como hace el mercado de la “alta cultura”— asesinó todo potencial de singularidad en el rock ‘n roll, animal herido ya desde hacía largo, quizás desde que Ian McDonald (ex fundador de King Crimson) creara el blandillo Foreigner en 1976. La globalización del gusto buscaba neutralizar el potencial contestatario de los jóvenes, mediante el cacareado individualismo de masas. Es un fenómeno análogo a lo que venía sucediendo en el arte contemporáneo: cuando todo creador trató de resultar chocante, original y provocador, la provocación perdió su sentido, y condujo a una cantidad ingente de materiales dudosos acumulado en los museos junto a las obras maestras del pasado. El pop-rock se encuentra en la misma situación: actualmente, los tops de los mejores discos de la historia se ven obligados, por concesión a su época y a las disqueras, a situar a la última revelación radiofónica al lado de las glorias de antaño.
Si bien en los años 60 la industria musical era más joven y maleable (grupos excéntricos como The Red Krayola, Gandalf o Faust lograban fichar con sellos decentes al prometer que sonarían de un modo u otro para, presupuesto en mano, romper la promesa sin represalias), hoy, tras la hecatombe de Internet, se cuida, como su equivalente bancario, de concederle préstamos a cualquiera. A la vista están los parones discográficos, que duran años, hasta en las bandas más consolidadas. Editar un disco se ha vuelto un empeño quijotesco, cuyas ventas van directas a cubrir los gastos.
Pero no toda la culpa la tiene el afán de lucro infinito de las discográficas y su ruina como sector. En cierto sentido, el agotamiento del sistema musical responde también a un anquilosamiento creativo, aunque es verdad que, en un círculo retroactivo, lo favorece a su vez. Nuestra tesis es sencilla, aunque para muchos discutible: si el pop-rock está moribundo se debe, en buena medida, a que ha agotado sus posibilidades combinatorias. Esto no significa que ya no se puedan componer obras del nivel de los tardíos 60, sino que una verdadera evolución estilística implicaría renunciar a sus elementos fundamentales, convertirse en otra cosa. La única vía de “experimentación” que le queda a la anquilosada industria musical sería, tal vez, la de hacer buenas composiciones, si el espíritu de la época no deviene demasiado embrutecedor. Aunque toda voluntad experimental tiene su mérito, tirar de estética, timbre, textura, look o género para definir la personalidad artística (cosa que antes rendía grandes frutos) corre el riesgo de desembocar en el manierismo.
Es una constante de los estilos artísticos: en el Renacimiento innovación técnica y contenido iban de la mano; en el manierismo y el rococó, en cambio, la primera sobresalía para ocultar la progresiva ausencia del segundo. En el caso del pop-rock, creemos que la pequeña franja que va entre 1965 y aproximadamente 1970 sienta las bases de todo lo que ha de venir, liando la gran madeja de cuyo hilo se irá tirando durante décadas. Aquel tramo de finales de los sesenta se sitúa entre las grandes épocas de efervescencia creativa de nuestra especie. Como todo tramo donde impera la creatividad, se vivió intensamente. Incluso sorprende, con lo dedicados que estaban los jóvenes a la vida, las drogas y el amor libre, el tiempo que encontraban para legarnos tal océano de ideas. Aunque claro, también los philosophes del Siglo de las Luces, los revolucionarios decimonónicos o los artistas del París de entreguerras se las traían. Puede parecer que hablamos un brevísimo lapso de tiempo, pero en el frenético espíritu del siglo XX no debería asombrarnos: entre 1905 y 1915, de hecho, cristalizaron las bases del modelo de vanguardia plástica del que aún no hemos conseguido zafarnos. Y es que, cuando estamos unidos y motivados, en la juventud de los movimientos, lo hacemos todo en un santiamén.
Es difícil no ver un espíritu revolucionario en tumultos tan súbitos, tan cáusticos, como los que sucedieron en aquellos años, pero cuando se terminan por despejar los nubarrones la vida sigue, la industria revela su rostro detrás de la pirotecnia y las bandas no pueden menos que reconocer la profesionalidad de su negocio. Es fácil entonces caer en la seriedad con pretensiones o la hipocresía mal encarada que aún fomenta la imagen de rebelión juvenil. No es casualidad que el estancamiento de los recursos musicales vaya íntimamente acompañado a la desaparición del espíritu lúdico que los puso en marcha. Pasa en cualquier estilo, hasta el punto de que podemos hacer nuestra la sentencia de Friedrich Nietzsche en Ecce homo (1888): “¿De qué sufro cuando sufro del destino de la música? De que la música ha sido desposeída de su carácter transfigurador del mundo, de su carácter afirmador, -de que es música de décadence y ha dejado de ser la flauta de Dioniso…”
¿Qué hace grande a una banda? A menudo nos lo hemos preguntando en nuestras conversaciones sobre música contemporánea. Y, si le somos sinceros, no tenemos una respuesta veraz a dicho interrogante, ya que si bien en algunos momentos podríamos hablar de la trascendencia de una agrupación, otras lo haríamos de su capacidad compositiva e, incluso, de su original línea en la vanguardia. Sin embargo, si tomamos por conjunto las influencias de una determinada banda sobre el resto, estaría claro que existen grupos con más perpetuidad que otros. Aquellos que parecen haber generado un auténtico soliloquio de actitudes y melodías, para determinar el devenir de la música o de la cultura asociada a la misma.
Pero no nos engañemos. El reconocimiento explícito de la originalidad jamás fue un valor en consideración para una industria musical temerosa de una pérdida sustancial exclusivamente monetaria. Sin embargo, existen infinidad de grupos de aquella época tremendamente originales. Pues parece ser que sobre la globalización de la industria musical prevalecía la experiencia privada entre el oyente y el emisor. Una práctica necesaria para la consolidación de un auge rompedor, que terminaría con los primeros años del punk. Se exploraba el género en un acercamiento introspectivo. El sujeto indagaba en la música su confirmación identitaria, con una motivación sonora como excusa. Pero fue precisamente el punk o el metal, esos ochenta que empezaron a vender masivamente la consolidación de la identidad con canciones, camisetas o posters, quienes contribuyeron, sin duda alguna, a la globalización desde el rock.
Vayámonos unas décadas atrás, presentándoles algunas de las bandas más desconocidas pero tan enigmáticas que en su camino por la vanguardia, ya se tratase de un error, un “mal viaje” o cualquier otra verdad revelada, delimitaron la progresión de la música popular, los cuatro o cuarenta años posteriores. ¿Cree usted que sólo tuvimos un Kurt Cobain o un Nirvana? ¿Cree usted que el grunge es de los 90?
Fue Guerssen Records quien reeditó Dragonfly, el único y estupendo LP de la banda de rock psicodélico, hard rock y acid rock Dragonfly que publicó a finales de los años 60 (algunos lo datan en 1968, otros en 1969); también grabaron en ese mismo período bajo el nombre de The Legend. No se deben confundir con la banda holandesa de la misma época (Dragonfly) que, desde su respectiva clarividencia, se adelantaban en maquillaje a los Kiss (4 Celestial Songs, 1967).
Dragonfly fue el único álbum de esta banda estadounidense que originalmente editó su trabajo en Megaphone Records con producción y arreglos de Richard Russell. Hasta aquí todo normal. Una banda con trayectoria efímera, que contribuye a la psicodelia en la medida de sus posibilidades, para fracasar tan estrepitosamente como le permitió la austera campaña de ventas con el que su disco fue promocionado. Todo normal de no ser porque a Barry Davis y Jack Duncan les dio por rasgar su voz, aguardando la expiración y alargando las notas. Todo ello desde una estética folk. ¿No le recuerda a alguien? Parece que el rey del grunge se adelantó más de lo previsto... ¿Casualidad? Posiblemente, pero no deja de ser sorprendente los años trascurridos entre uno y otro momento. Es asombroso el parecido entre este vocalista y el de Nirvana:
Ahora vamos con algo más interesante, si cabe. Morning Dew fue una banda psicodélica norteamericana, de Kansas, para ser exactos. Un conjunto bastante atípico, pues lejos de las vestimentas estrafalarias, las proclamas hippies o las excentricidades propias de aquel tiempo, Morning Dew parecía más bien una banda de instituto. De hecho allí empezaron, tocando en los recitales de fin de curso o alguna que otra festividad local. Algo así como los Pixies de los 60. Una actitud totalmente alejada de las grandilocuencias que parecían florecer en los EEUU, dado el número de gurús, guías alucinados o grupos chamánicos aguardando en cada esquina el salto a la fama o la vocación.
A nadie deberían sorprender casos así. Los hitos del pop-rock tienen un mérito indudable, pero hay que reconocer que las canciones que copan las listas de éxitos (que no necesariamente coinciden con los “hitos” y a veces pocos las recuerdan) presentan patrones semejantes. Ya sea por las secuencias de acordes, la estructura de la canción, los tempos bailables o el tipo de melodía, tras analizarlas nos podemos acabar sintiendo dentro de un refrito del proporciones bollywoodienses. Admitámoslo, la sensibilidad de cualquier grupo humano es limitada y los acordes que conmueven a un occidental del siglo XX son también de número finito. Otra cosa es que nos emperremos en cuestiones de estilo, y aquello que detestamos en Rihanna nos encandile luego en la interpretación de The Baseballs.
Por supuesto, siempre podemos desviarnos de esos cuatro acordes que más nos llegan, a riesgo de ir alejándonos de la emoción más pura, la que hace que el Bailando de Enrique Iglesias, promocionado como canción del verano, se parezca tanto a una canción del verano anterior (C’est la vie de Khaled), y esta del anterior (Ai Se Eu te Pego de Michel Teló). Se pueden ingeniar nuevos timbres y aplicar nuevos instrumentos, por obra y gracia de la tecnología digital, hasta hacerlos sonar irreconocibles, en una búsqueda formal que a veces corre pareja a la falta de contenido.
La técnica vocal, menos susceptible de la distorsión digital, puede ilustrar mejor este agotamiento. Hagámosle un breve repaso. Nadie discutirá que las voces de la música popular han cambiado radicalmente, desde los gruñidos del protoblues a las octavas operísticas de las grandes gargantas del rock clásico, pasando por el metal gutural o la aplanada gangosidad del techno. Sin embargo, muchas de esas “innovaciones” las encontramos prefiguradas en raras canciones de ese tramo (1965-1970) donde, en nuestra opinión, se definieron las posibilidades combinatorias del rock.
Los primeros grandes cambios en la concepción de la voz desde el soul o el pop de los Beatles se producen a principios de la década de los setenta, con el movimiento glam, que reciclaba la simplicidad del viejo rock de tres acordes añadiéndole gemidos, purpurina y algún que otro gallo. La exaltación de la ambigüedad sexual, si bien novedosa en el momento, nutría una forma de proferir las letras que había sido ya explorada, con otros fines, por grupos anteriores. Si Spirit firmaron una de las primeras canciones de glam rock en 1970 (y una de las mejores: Morning Will Come), lo que hacían The Lollipop Shoppe en 1968 se parecía más al protopunk de los Stooges, sin por ello dejarse en el tintero esas voces chillonas que causarían escándalo hasta los ochenta (You Must Be a Witch).
Son algunos ejemplos de un argumento más a favor de la tan debatida muerte del rocanrol. Además de la apropiación de todo lo independiente por parte del sistema y la discutible diferencia de calidad entre las épocas (pues siempre hay quien preferirá Tame Impala a Yes o los Smiths a los Beatles), el argumento de que, como todo estilo, sentó unas posibilidades que ya ha hollando una y mil veces.
No es que todo esté ya inventado, pero sin duda estaba prefigurado. Puede que las formas artísticas tengan un punto predeterminado de saturación. La explosión musical de finales de los sesenta vislumbró, en focos aislados, caseros y casi anónimos, ideas que contra todo pronóstico se volverían tendencia. E incluso se adivina en ellas la superación del pop. Silvio Rodríguez podrá aguardar hasta la segunda mitad de los setenta y los ochenta para ubicar su carrera, pero esta se nutrirá periódicamente de sus composiciones del barco Playa Girón (1969). Y, mientras en Jamaica se empezaba tímidamente a rapear, los ignorados Cold Sun, Mountain Bus o los padrinos del kraut ya adivinaban texturas que hoy calificaríamos de post-rock en una escucha desprevenida.