Quizás solo artistas tan mayúsculos como David Lagos puedan convertir lo que iba a ser una especie de ensayo abierto, eso que llaman ahora work in progress, de su próximo trabajo, Los cantes del silencio, que estrenará en septiembre que viene en la Bienal de Sevilla, en un espectáculo total, Descantar. Otra palabra en desuso, como Hodierno —su anterior trabajo—, que halla luces donde otros no salen de las zonas de sombra.
Una tragicomedia musical en dos actos donde primero ofrece un ramalazo de su visión más crítica y comprometida del arte —siguiendo la estela de maestros como Menese o Morente—, con espacio para el silencio —el suyo propio y el de los otros— y la memoria, y va desenterrando hasta hallar unos momentos tan luminosos —alegrías de Córdoba, cantiñas, bulerías de Cádiz, y bulerías—como eficaces para terminar de conectar con la audiencia.
Quizás solo artistas tan generosos como este genio de la Lámpara —casi ocho años han pasado ya del prestigioso primer premio en Las Minas de La Unión que le catapultó definitivamente como cantaor de largo recorrido— puedan construir una obra musicalmente tan rica en apenas hora y veinte minutos. Con tanto espacio para el conjunto de artistas —sobresalientes— que la integran y tan bien hilada y heterogénea.
El título de este montaje, que ha inaugurado este pasado sábado el ciclo Noches de Bohemia en su Jerez natal, alude a eliminar piedras del camino, como metáfora de las muchas losas que flamencos como David Lagos, payo, sin grandes padrinos, en una atmósfera flamenca que pudo ser opresiva en cuanto a los cánones y la pureza, en una jungla de competitividad, egos e intereses creados, han tenido que ir sacudiéndose. Con la escenografía de fondo de la piedra del claustro del antiguo convento de Santo Domingo, una joya del gótico en pleno centro de Jerez, el artista también des-canta, o deconstruye su cante hasta pararlo y reformularlo de la forma y manera que entiende en cada instante.
Al final, incluso una de sus invitadas, Leonor Leal, la exquisitez y la elegancia hechas bailaora, ofrece una clase magistral explicando a viva voz todos y cada uno de sus movimientos: “Uno, dos, tres… esto hay que rematarlo”. Con abanico mostaza que baila a las sombras; con ángel, que desarma por sus formas y su arrojo. El clavircordio de Alejandro Rojas-Marcos podría ser la sonanta de Ramón Montoya en un viejo disco de pizarra. La textura del sonido que ofrece esta exploración tan original se empasta con la voz de Lagos por malagueña de La Trini —versionadas luego por el pope jerezano del cante Antonio Chacón— o, más tarde, por seguiriyas.
Entre los muchos tesoros reunidos en la prospección, aparte del clima constante de conexión entre los artistas y un ritmo escénico que nunca decae, una Melchora Ortega rumbera y desmelenada, el prodigio tocaor de Alfredo Lagos, la destreza en la percusión de Antonio Moreno —especialmente en el diálogo entre marimba y saxo por granaínas de Juan Jiménez—, y hasta las pinceladas breves pero intensas de Perico Navarro y Miguel Téllez.
Y como maestro de ceremonias, como nexo de unión de todas las piezas, de todas las disciplinas, códigos y lenguajes, don David Lagos. Que suena flamenco hasta recitando el recuerdo a La Sauceda o La Desbandá, guernicas andaluces, o hablando-cantando en alemán —con ambas cosas se atrevió— y que ha vuelto con los años su garganta más morentiana, menos redonda y más áspera, con un poso más propio ya de los cantaores consagrados.
Sin miedo al silencio, sin miedo a la memoria y sin miedo al futuro. “Compramos mucho miedo”, pregona Lagos al principio del montaje, recordando Hodierno, el que es hasta ahora su último disco. Una enésima prueba de fuego con la que, picapedrero del cante, escolta creativo de la danza flamenca más avanzada—Israel Galván, David Coria (este pasado sábado, presente entre el público)— el cantaor y creador ha seguido ahondando desde sus raíces más profundas para demolernos miedos y prejuicios. Para hallar luz donde antes había sombras.
Comentarios