Suenan los primeros acordes de La Bohème de Giacomo Puccini en el Gran Teatro de Cádiz. Es el 12 de enero de 1910, y en esa fría noche se inaugura por fin el magnífico edificio neomudéjar que será el nuevo auditorio gaditano. Sentado en el palco junto a las autoridades, el joven pintor Felipe Abárzuza levanta de nuevo su mirada satisfecha hacia el techo que refulge pleno de color y perspectiva.
Allá arriba, el espectacular lienzo muestra el trampantojo de la cúpula de un imaginado palacio morisco, que parece querer romper la cubierta del nuevo teatro levantado con arcos de ladrillo rojo que recuerdan a la mezquita cordobesa. Todo un colorido despliegue de figuras asciende al cielo, en una espiral de movimiento entre nubes, flores y guirnaldas, en un estilo postimpresionista en el que se adivina la influencia de su principal maestro: Joaquín Sorolla.
Cuatro años de trabajo incansable. Una empresa hercúlea para un joven que en el momento de iniciar la obra contaba con solo 25 años. Después de meses de dura labor en el taller, en 1909 aborda el complicado montaje bajo la cubierta que asemeja un casco de un navío invertido, con la ayuda de su discípulo Julio Moisés y del arquitecto y escenógrafo catalán Mariano Marín Magallón.
Durante más de un siglo esta genial obra ha sido un enigma y un jeroglífico. Popularmente es denominada como la alegoría del paraíso, queriendo ver ángeles donde en realidad se presentan amores alados, entre ninfas y sátiros. Pero tampoco es una alegoría del Olimpo, tal y como indican otros. La obra de Abárzuza se refiere a una escena mitológica muy concreta, que conecta directamente con el espíritu de la ciudad gaditana y otorga un sentido de templo laico al nuevo Gran Teatro.
Si se observa con detenimiento, toda la escena gira en torno a dos figuras principales: un hombre que ofrece una corona a una mujer desnuda que alza los brazos para aceptarla. A su alrededor se despliegan otros personajes, también desnudos, que arrojan flores, danzan y tañen instrumentos como la lira, la trompa, panderos…, en una escena festiva que rezuma erotismo y hedonismo.
Todo parece que hace referencia a las bodas de Dioniso y Ariadna en la isla de Naxos, donde ésta había sido abandonada por Teseo tras ayudarle a escapar del Laberinto del Minotauro. Envuelto en una tela púrpura, el dios del vino y el éxtasis ofrece a Ariadna una corona de boda, que más tarde se transformará en la constelación de la Corona Boreal.
Hijo de Zeus y la mortal Sémele, Dioniso además de dios del vino, la celebración y el éxtasis, era el dios patrón del teatro. Y asimismo, las fiestas dionisíacas (las bacanales, las fiestas de Baco para los romanos) son un anticipo claro de los carnavales.
Este motivo ha sido tratado a menudo en la historia de la pintura, y algunos de sus elementos son recogidos aquí por el pintor. Por ejemplo, en el magnífico óleo que Tiziano pintó alrededor de 1520 titulado Bacco e Arianna, que se conserva en la National Gallery de Londres, Baco (Dioniso) se dirige a Ariadna como danzando desnudo solamente envuelto por los pliegues de un lienzo púrpura y arropado por ninfas, músicos y faunos.

Entre Dioniso y Ariadna
Por si fuera poco, una nueva pista entra en escena. Si se observa con detenimiento la parte inferior izquierda del enorme lienzo, dos mujeres sujetan a una figura masculina que parece querer impedir la fiesta. Una de ellas aporta la información definitiva, con su mano derecha levanta el tirso, el bastón de caña con lazos coronado con una piña, símbolo fálico dionisíaco. Estas mujeres son las ménades que van a desmembrar al barbudo Penteo, el gran enemigo de Dioniso.
Conocidas por los griegos como ménades o thyadas (‘inspiradas’), celebraban su culto en la montaña, donde semidesnudas o cubiertas con velos transparentes y con el cabello revuelto bailaban, cantaban y tocaban instrumentos, en fiestas que derivaban en orgías místicas. Las bacantes, como fueron conocidas en Roma, seguían a Baco a todos lados, embriagadas por el vino y poseídas por sus ritos.
En la gran pintura, otro curioso personaje se adivina en su parte central, entre Dioniso y Ariadna. En su mano porta una vara de la que pende una máscara trágica. Este es el atributo principal de Melpómene (Μελπομένη, ‘la melodiosa’), la musa de la tragedia, que para más señas era hija de Zeus, y por tanto hermanastra de Dioniso.

Para descifrar el enigma completo hay que salir del patio de butacas y acceder al foyer, el espectacular vestíbulo del teatro. Realmente en este lugar está el inicio de nuestra historia. Las escenas que aquí concibió Felipe Abárzuza presentan una gran delicadeza y transmiten calma. Ambientes pastoriles de la Grecia mítica, vendimiadores cargando cestos con uvas recogidas de grandes parras colgantes, pastores cuidando un rebaño de cabras, un joven pastor coronado con una diadema de flores que seduce a una doncella…
Entre todas estas bucólicas imágenes se nos aparecen de nuevo las primeras ménades, las fieles ninfas que cuidaron de Dioniso en su infancia, vigilando al niño dios rubio que se baña en un arroyo persiguiendo sin miedo unas ocas. En otra imagen juega desnudo con pequeñas ninfas en un prado al corro, del que se escapa un joven fauno, criatura del bosque con cuernos y pezuñas de cabra.
Pensamos que estas son las referencias simbólicas e iconográficas que usó Felipe Abárzuza en la decoración pictórica del actual Gran Teatro Falla, las que seguramente explicó a Joaquín Sorolla cuando éste le visitó en 1914. El secreto que se desvela después de tantos años: Dioniso y Ariadna y su gran cortejo de ménades, ninfas, sátiros, faunos, músicos y danzantes.
Ricardo de Castro es autor de Cádiz Insólita y Secreta