La obra de todo artista acaba siendo siempre su autorretrato. Cercado por el vacío, la forma de su desgarro. Por la obra de Diane Arbus asoma su mirada áspera como un desinfectante, el dolor entre barbitúricos, los manotazos del naufrago entre multitudes, un llanto sin ruido. La gama de todos los grises, que encapotan el cielo. Nacida en la ciudad de los rascacielos se interesó por los enanos. A fuerza de retratar modelos se inclinó por lo deforme. Su estricta educación fue abandonada de modo lascivo en infinidad de cuerpos, sus lujos de judía acaudalada se dilapidaron entre prostitutas, travestis , locos, contrahechos… bajando de las elegantes mansiones a las mugrientas pensiones por hora, de las fiestas de la alta sociedad a la soledad abismal de la depresión, de firmar las portadas del Vogue a acabar siendo una mendiga. Toda su vida está cruzada por estos contrastes, cicatrizada con estas imágenes. Hay algo insanamente familiar en ellas, un secreto que todos sabemos y nadie confiesa, un déjà vu revelado. No capta el movimiento, lo diseca en blanco y negro, y sin embargo escuchamos el débil latido de la criatura solitaria, sin ningún candor, inerme y terrible, despojada de belleza.
Más brutales que inquietantes, más sucia de prosa que perfumada con poesía. Sus personajes nos miran desafiantes en su diferencia, mientras cruzan por la cuerda floja de sus existencias mediocres, deteniendo con la frialdad de su flash lo fascinante, justo antes de la caída. Existe una foto de Diane que tomó Mary Ellen Mark, en una calle de Nueva York en 1969, dos años antes de su muerte. Un camión a su espalda, una rosa entre las huesudas manos, una mirada cercada por profundas y oscuras ojeras, entre dolorosa y alucinada. El retrato de alguien que no encontró el amor en ninguna parte. Vivir comenzaba en la mirada del otro, miradas que eran como charcos sucios tantas veces, incapaces de alzar los ojos, miradas tan duras que parecían tatuadas en las pupilas, incapaces de dar una lágrima. A veces encontraba mi reflejo solitario en el cristal de otros ojos, miraba por el objetivo entonces para encontrarme, como quien se asoma a una ventana oscura, a la ventanilla de un tren del que todos se bajan. El flash buscaba retratar mi propia alma y el papel revelado solo plasmaba mi propia angustia, mi propio miedo… Ahora sé que cuando exhibía mi desnudez, cuando entregaba mi sexo, era la muerte quien disfrutaba, cuando fotografiaba un rostro solo eran máscaras de la muerte, que por el objetivo de mi Leica sólo miraba la muerte… ¿Soy yo o es este cadáver que se acuesta conmigo cada noche el que se está volviendo loco?
Circundando un universo extraño, sombrío, la periferia del american way of life, para llegar a los confines de la demencia. Regresaba del psiquiátrico de noche, por un camino oscuro y apartado, su cámara cuadrada se guardaba aquellos espejos rotos entre los límites de la realidad y la pesadilla. Aquel camino que recorrió durante dos años no podía dar sino al precipicio de su propio destino: Una muerte sórdida en su bañera teñida con sangre. Su última colección de fotografías se quedó sin título, es un álbum que cerró la muerte. El poeta Howard Nemerow, su hermano, dedicó un poema a su suicido, que se cierra con estos versos: "Eso fue hace una vida. Ahora ya no estás, te negaste a seguir jugando el juego de los adultos en el que, manteniendo el equilibrio en la cima que corona la oscuridad se sigue corriendo sin mirar abajo y nunca se salta por temor a caer". http://diane-arbus-photography.com/
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