Frente a su modelo, una jovencita endomingada que bosteza y pregunta a su madre cuánto falta para que acabe el suplicio de inmovilidad a la que el pintor la somete. Este encoge la mirada achinada mezclando con el pincel los colores, buscando aquel tono trigueño de la piel, los negros endrinos de aquel cabello , da un paso atrás y se atusa los bigotes. Del fogón llega el ruido de cacharros y el olor de los tamales. Todo el pueblo pasó por aquella única pieza de su casa, en la que tantos y variados oficios ejerciera: vendedor de nieves, ojalatero, albañil, carpintero que llegó a fabricar su propio ataúd y el de su esposa, sastre, se confecciono una excéntrica levita negra de corte militar para su autorretrato, y pintor de exvotos, esa costumbre tan popular en México, de plasmar en una tablita el peligroso suceso o la enfermedad de la que se libró el “donante”, dando las gracias por la intercesión al santo de particular devoción.
En los márgenes de un almanaque de 1894, Hermenegildo Bustos que también fue cronista de la pequeña población escribió, "Los habitantes de Purísima del Rincón morían de enfermedad, de manera repentina o por asesinato. Algunas parejas se casaban, otras se fugaban. Los entierros interesaban a toda la población. Escribían y recibían cartas y tarjetas (...) Bautizaban a los recién nacidos. Se visitaban. Se confesaban. Se mataban en las cantinas. Escapaban de la cárcel. Cumplían condenas... Guardaban con cuidado las escrituras de sus casas. Vendían y compraban propiedades. Eran desalojados…”
Es la descripción de un pueblo como otro cualquiera, al retratar sus paisanos plasmaría una galería de caracteres universales, el dramatis personae de las pasiones humanas. Antes de encontrarnos con sus cuadros, son ellos quienes nos descubren, nos miran con atención, y nos interrogan. Sobrios, como si la inmortalidad de su alma dependiera de este encuentro. Sentimos que murmuraran de nosotros en cuanto les demos la espalda. Su pintura está llena de murmullos, de maledicencias, y chismorreos de pueblo. Su vigor y su misterio, pasa indemnes las épocas.
Sin adscripción a movimientos, escuelas o manifiestos, sin epígonos, discípulos o influencias, fue fácil quedarse fuera de la historia del arte. Aún hoy día tanta contundencia es incómoda, esta época donde la verdad se disuelve en abstracciones y mercadurías, no es la indicada para que el espíritu libre de la pintura asome, como sucedió contra pronóstico de críticos y marchantes, en Purísima del Rincón, Guanajuato, a finales del XIX donde la pintura, la gran pintura decidió aparecerse un día, asqueada de academias y trasgresiones, mareada de tantos ismos europeos, vino a reposar en estos pinceles humildes que retrataban a sus vecinos. Para seguir captando la esencia del alma en el rostro. De un modo que recuerda a los retratos funerarios tolomeicos, también a los hidalgos españoles que inmortalizara El Greco, en esto del arte nunca se inventa. Que ya lo dijo D'ors, lo que no es tradición es plagio.
Autodidacta, solo en los retablos apolillados de las viejas iglesias estudió toda su técnica el genial nevero, por ahí se encontró y entroncó con la raíz viva de la creación. Su habitual firma: “Lo pintó Hermenegildo Bustos, aficionado y natural de este pueblo”. Nos dice a las clara que renunciar a la vanidad es un antídoto contra la devastación del tiempo.
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