Yo no llegaba al mostrador, mi padre me sentaba encima. Entre mis primeros recuerdos están aquella madera gastada y los palitos de tiza por cada vaso. Algunas botas o barriles muy oscuros, casi negros, descoloridos carteles de toros, equipos de fútbol, almanaques con gachís, por aquel entonces aun en bikinis. El suelo era de serrín y se mezclaba el olor del vino malo, pirriaque, con el del urinario. Los tabanqueros eran gente seria, poco habladora, la tiza en la oreja, era esencial mantener la distancia con los borrachos. Siempre había un cartelito escrito a mano que decía Se prohíbe el cante. A lo largo de su barra de madera se acodaba la clientela, casi siempre silenciosa.
Así, desde aquel entonces, desde siempre, se asoman a mi pasado estos hombres perpetuamente parados, varados más bien en su destino, esperando a quien les pagara un vaso (en los tabancos no había copas ni catavinos). Los recuerdo sombríos. Su naufragio era hondo. Su mal no era social, era existencial. Cuando se entendió lo contrario vino el mal, el falso flamenco. En aquel mundo cerrado de señoritos y todos los demás, no había clases sino castas, algo inmóvil y para siempre. Eran voces rotas, que rajaban a quien las escuchaba, como el vino peleón en la garganta, cantando las mismas letras anónimas de siempre... A cada puerta que llamo / la encuentro cerrá; “Si la madre mía de mis entrañas/ levantara la cabeza, y viera como me veo/ se moriría de tristeza... acompañados solo por los nudillos sobre el mostrador. No era canciones para la expansión del espíritu, aquella era una queja gritada a un pozo.
A Gregorio Manuel Fernández Vargas, con el supremo título de la aristocracia flamenca, el de Tío, en un reservado alguien le espetó una vez, canta como un borrico. Ahí quedo el mote... y el nombre artístico. Su cante era de tierra, terrón con ortigas y raíces amargas. Aprendido entre veredas de cortijos y gañanías, entre arreos, amocafres y zoletas , herramientas tan rudimentarias como su voz , desnuda de todo adorno, arrancada a jirones de las entrañas, perdiéndose hacia dentro, en los recovecos de ese silencio del que había brotado. Guardaba ecos salmistas, trasmitida del arcano por sus antepasados. Se hizo artista en ventas, como la de Los Cuatro Muleros o en la de Marivá, tapaillo donde compartió la desesperación de aquellas mujeres de la vida. Decía que el cante había nacido en el vientre de las madres.
Buscándose la vida, fatigosa y precaria, en juergas pagadas por quienes debían escuchar sus seguirillas , sus soleas por bulerías, como un cauterizante, y de las que regresaba cuando se apagaban las estrellas con unos pocos duros apretaos en el bolsillo. Dicen que acabó viviendo poco menos que de la caridad. No podemos decir que olvidado, porque fueron muy pocos sus reconocimientos. En sus últimos años, cruzaba la barriada muy despacito, dejándose el alma a cada paso. Su cara estaba abotargada, sus ojos solo parecían vivos cuando cantaba. Aquel cante roto y jondo, amargo como la hiel y luminoso como una candelá en una escombrera. Se lo llevó una trombosis en 1983, tenía setenta y tres años. Se agitan en mi memoria sus manos, que más que a compás parecían buscarse en una oración desgarrada. Su traje arrugado, el pico del pañuelo blanco impoluto, asomando en el bolsillo, como un símbolo de la pureza que se guarda contra todo dolor y adversidad. Imágenes borrosas, que me llega desde el mundo clausurado de mi infancia, donde estos hombres, analfabetos e irreductibles, como en el verso de Julio Mariscal, pasan oscuros con sus miserias a cuestas. Son los abandonados, los proscritos del sueño.
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