En 1931, mientras Juan Ramón Jiménez constituía el patronato de las Misiones Pedagógicas y Federico García Lorca inauguraba la biblioteca de su pueblo natal, Fuente Vaqueros —la primera seguramente de la provincia de Granada—, y pronunciaba aquello de “no solo de pan vive el hombre”, Antonio Gálvez Jiménez (Villaluenga del Rosario, 1902) se esforzaba en paliar los estragos de un analfabetismo voraz que solo en la provincia de Cádiz alcanzaba a la mitad de la población. En algunas localidades gaditanas la tasa alcanzaba a principios de los años 30 del siglo pasado al 76% de sus habitantes. Desde la remota aldea serrana, este maestro nacional, sin carné político y una férrea conciencia solidaria heredada de su padre, también docente, no solo defendía su pequeña escuela pública como arma esencial de progreso, sino que promovía una educación encaminada a conseguir una sociedad más justa que, además, sacara del aislamiento socioeconómico y cultural a pueblos como el suyo.
Como guía de aquella época, precaria y antesala de los muchos años de oscuridad que estaban por venir, el filólogo y profesor de instituto Francisco Menacho Villalba (Olvera, 1952), más conocido por su dilatada trayectoria política —a día de hoy sigue siendo senador— ha centrado en la figura del maestro villaluenguense para abordar la irrupción de la cultura en los pueblos de la provincia en esa tercera década del siglo XX, la llegada de grandes figuras literarias e intelectuales de aquella España, e incluso para remarcar los primeros atisbos de promoción turística de nuestro patrimonio natural. Y es que ya Gálvez logró llevar hasta la Exposición Universal de Sevilla de 1928 un folleto que ensalzaba las virtudes de una especie de turismo sanitario en la serranía de Grazalema, a la altura de Los Alpes franco-suizos. Pero sobre todo, retrata el autor, que en la presentación del libro ha estado acompañado por uno de los hijos del maestro, ya con 90 años y residente en Lora del Río, "lo que buscaba siempre, y en eso ponía mucho énfasis en su actividad académica, era la solidaridad y ayudar a los demás, y por otro lado, la cultura integral, el contacto con la naturaleza, los juegos, la enseñanza artística, conformar ciudadanos cultos y solidarios".
El maestro de Villaluenga incluso fundó en 1929 el Coto Forestal de Previsión Infantil Fernando Portillo, que significaba administrar bienes públicos naturales con el objetivo de rentabilizarlos y destinar esos recursos, como en una especie de mutualidad, a los niños y niñas más necesitados. Fue, algo más tarde, en esos años de efervescencia de las Misiones Pedagógicas, un proyecto cultural español patrocinado por el Gobierno de la II República, cuando el docente pasó a convertirse en el responsable de la delegación gaditana de una iniciativa que iba a llevar por los pueblos gaditanos a intelectuales como Luis Cernuda y María Zambrano, cargados de libros, gramófonos, teatro, rollos de celuloide por los que desfilaba Charlot y hasta reproducciones a tamaño natural de las pinturas de Goya y Velázquez. “Ciudadanos son todos los españoles de la misma nación y con idénticos derechos, pero mientras que a unos el denso ambiente de la cultura les regala a cada paso estímulos espirituales para el saber y para el goce, a los otros el aislamiento les sume en la más honda miseria en todas sus potencias”, recoge el documento fundacional del patronato de las Misiones Pedagógicas.
En la edición la obra se incluyen cartas inéditas de Cernuda cuando estuvo en la misión de Villaluenga y un maravilloso facsímil que representa el diario que aquellos escolares elaboraron al final de sus días en la colonia portuense
Con ese objetivo, un buen día de 1934 llegaron hasta Villaluenga Luis Cernuda y Antonio Sánchez Barbudo, ayudados por Pedro Pérez Clotet y, claro, por Antonio Gálvez. Llegaban repletos de cultura y saberes hasta entonces inalcanzables en la aldea. Pero este maestro antes también había liderado la primera colonia escolar, Elías Ahuja, que se hizo en la provincia. Duró 35 días de un verano del 32, fue en El Puerto, y fueron muchos niños y niñas que al fin pudieron ver el mar. En la edición de la obra de Menacho, publicada por la Diputación de Cádiz, se incluyen cartas inéditas de Cernuda cuando estuvo en la misión de Villaluenga y un maravilloso facsímil que representa el diario que aquellos escolares elaboraron al final de sus días en la colonia portuense. El diario recoge 21 pequeños textos, acompañados de 37 dibujos de 16 niños que estuvieron en esta colonia, junto a otros cinco que no fueron, aunque contribuyeron al mismo redactando lo que habían oído a sus compañeros de clase. Incluye ocho fotografías de las instalaciones, de los escolares, del maestro Juan Reviriego y de todos los que participaron en la colonia junto a Elías Ahuja, benefactor gaditano.
Pero en este tiempo de agitación formativa y cultural hubo más. Lo cuentan las páginas Antonio Gálvez y las Misiones Pedagógicas en la provincia de Cádiz. Otro asunto clave tuvo lugar en 1934, con la puesta en marcha el museo circulante de pintura o museo del pueblo. "Es lo que más incidencia tuvo en el tiempo", destaca Menacho, que explica cómo el patronato de las Misiones Pedagógicas sacó a concurso público la materialización de reproducciones a tamaño natural de obras del Museo del Prado. “Ya iban a pueblos más grandes, con mayor espacio, en Cádiz empezaron el museo del pueblo Cernuda y Ramón Gaya, que era uno de los pintores. Empezaron por Chiclana y siguieron por Medina, Arcos, Grazalema y Olvera.
“Las mujeres sobre todo no salían de allí, eran las que estaban más aisladas porque, quizás, los hombres por el servicio militar sí podían tener oportunidad de ver otras cosas”
En cada sitio estaban cinco días y hacían lo mismo. Por la mañana se reunían con los maestros para difundir las novedades pedagógicas, por la tarde todo se abría al pueblo. Explicaban el significado de la pintura, su simbolismo… y luego, lo que más éxito tenía, hacían proyecciones de cine”. Cuando la barraca cultural se alejaba del pueblo, previamente se aseguraban sus responsables de dejar el lugar regado de libros. Ya no se trataba solo de pan, sino también de libros, como implorara Lorca en aquella inauguración de la biblioteca de Fuente Vaqueros. “Las mujeres sobre todo no salían de allí, eran las que estaban más aisladas porque, quizás, los hombres por el servicio militar sí podían tener oportunidad de ver otras cosas”, mantiene el autor de un ensayo que se corta en seco en 1936 con la sublevación militar y la cruel represión que, de manera especial, depura a maestros como Antonio Gálvez Jiménez.
Fue en la madrugada del 12 al 13 de agosto de 1936, después de que fuese conducido preso hasta el Alcázar de Jerez, cuando lo fusilan. Contaba con 44 años de edad. Sus restos, pese a los intentos del sacerdote allí presente por darles cristiana sepultura —"cuentan que estuvieron a punto de matarle a él también"—, permanecen en algún punto remoto de la zona de la campiña jerezana conocida como La Trocha. La obra de Menacho retrata, en su último capítulo, ese pitido sordo en los oídos que acaba con todo. “Acabaron con los mejores maestros, con todos aquellos que querían transformar la sociedad”, lamenta. Un fundido a negro. Su familia recibe tras el asesinato tres documentos (uno de ellos su testamento) y un paquete de Ideales, los cigarrillos que le acompañaron hasta el final.