It doesn't matter what you do,
it doesn't matter what you say, there will always be one who wants things the opposite way. We do our best, we try to please but we're like the rest we're never at ease. You can never please anybody in this world.(The Shaggs -“Philosophy of the World”)
Corría el año del Señor de 1968 y la profecía se había cumplido. Hacía muchos años, cuando papá era joven, la abuela había leído en la palma de su mano que su futura mujer tendría el pelo de color rubio veneciano. Y, en efecto, así lo tenía mamá. Luego la abuela predijo que ella no llegaría a conocer a dos de sus nietos. ¡Y eso también se cumplió! La tercera predicción de la abuela era la más extraña de todas: que sus nietas alcanzarían el estrellato con una banda de rocanrol.
Obsesionado por aquellas señales evidentes del destino, papá resolvió hacer realidad la predicción de su difunta madre. Sacó a Dot, Betty y Helen del colegio, les compró instrumentos, las metió en clases de música y las obligó a ensayar durante horas sin fin. Dot así lo rememora: “Era bastante severo. Era cabezota y podía volverse temperamental. Él dirigía. Nosotras obedecíamos. O lo hacíamos lo mejor que podíamos”. No sólo les ordenaba qué tenían que tocar sino cómo tenían que tocarlo, aunque la formación musical de tan exigente mánager era prácticamente nula. Y, si hacía falta una mano, para eso estaba la hermana restante, Raquel. Las chicas eran adolescentes tímidas, de pocos amigos, cuyo mayor sueño hasta entonces había sido casarse y tener hijos. Lo del estrellato no terminaban de creérselo. El padre las bautizó como The Shaggs, en referencia al corte de pelo shag, entonces en boga. Toda alusión a las modas juveniles era poca para el grupo destinado a lo más alto.
Papá se llamaba Austin Wiggin y era un tipo arisco y solitario, de orígenes humildes. Le disgustaban los Beatles, el pelo largo y las minifaldas. Había prohibido a sus niñas que se citasen con chicos antes de los dieciocho. Su nueva obsesión distanció a las chicas de sus amigas y les impuso un programa de ensayos de mañana y tarde, revisando personalmente los resultados cada día tras la cena, antes de una hora más de ensayos o de gimnasia. La familia se permitía salir los viernes para ir de compras, los domingos para misa, y vuelta a ensayar. Sus conocidos rumoreaban que era el patriarca el que las forzaba a aquella vida de incomunicación, incluso que las forzaba a cosas peores.
Papá y mamá.
Pero los rumores sólo conseguían convencer a papá de que iba por el buen camino. El primer paso hacia la gloria fue presentarlas en un show de talentos en el pueblo vecino, en 1969. Las chicas no se consideraban preparadas aún, pero él no les hizo caso. Todavía no sabían interpretar sus instrumentos y la audiencia las abucheó y les lanzó latas de refresco. El día de Halloween de aquel año dieron un concierto en una residencia de ancianos local, con una recepción más temperada.
Poco después, papá acordó que sus niñas tocaran todos los sábados por la noche en el ayuntamiento del pueblo (Fremont, New Hampshire). Los shows, cuyos asistentes charlaban a gritos, bebían o movían el esqueleto sin prestar demasiada atención a la música, involucraban a toda la familia: mamá se encargaba de las entradas y el puesto de refrescos, Robert tocaba la pandereta, Austin III las maracas. Papá se paseaba arriba y abajo nerviosamente, tratando de mantenerlo todo bajo control, con un pin hecho a mano en la solapa que rezaba “Shagg manager”. La opinión general sobre los conciertos no era positiva, pero seguían llenándose debido a que no había muchas cosas mejores que hacer en Fremont, New Hampshire, un sábado por la noche. Y a las niñas les hacía ilusión que llegara el sábado porque tampoco tenían muchas otras opciones de salir de casa. Algunos conocidos, sin pretender ser unos entendidos en música, trataron de sugerirle a papá que quizá estaba exigiendo demasiado a las pobres crías...
Pero papá no dio su brazo a torcer. Se disponía a editar el disco que las niñas se afanaban en amaestrar, lo que para su modesto patrimonio suponía una enorme inversión. La placa se titularía Philosophy of the World. Fue grabada en un solo día en los estudios Fleetwood de Revere, Massachussets, cuyo alquiler fue pagado en calderilla que papá sacó de una caja de café. Dorothy, alias Dot, figuraba como autora de la música y las letras, que versaban sobre su gato o su amor por los coches de deportes, más alguna que otra expresión involuntaria de la sobreprotección a la que estaban sometidas: “¿Quiénes son los padres? / Los que están siempre ahí. / Algunos chicos creen que sus padres son crueles / sólo porque quieren que obedezcan ciertas reglas”.
Papá se entrometió en todas las fases de la producción, recordando a todo el que quisiera oírle que él y no otro era el “propietario” de las chicas. En una entrevista de 1998, el productor Bobby Herne rememoraba aquella sesión de grabación: “Era horrible. No sabían lo que estaban haciendo, pero pensaban que estaba bien. Estaban simplemente en otro mundo. Y olían a vacas. Directas desde la granja. No un olor desagradable... simplemente olían a vacas”. En varias ocasiones insistieron a papá si quería seguir adelante con “eso”. Su respuesta: “I want to get them while they’re hot”.
Más tarde, papá hizo un acuerdo con la dudosa compañía de Massachussets Third World Records para remezclar el contenido. Los responsables intentaron “arreglar” algunas partes regrabando pistas con músicos profesionales, pero acabaron rindiéndose y se conformaron con no incluir sus nombres en los créditos. El lanzamiento apareció el 9 de marzo de 1969. Por una u otra razón, desaparecieron novecientas de las mil copias prometidas y el hombre que iba a distribuir el álbum.
Papá culpó a los ladrones de la compañía de que el éxito se le resistiera. Trató de hacer todo lo que estaba en su mano por promocionar el disco: envió copias a las principales estaciones de radio de New Hampshire, mantuvo los conciertos semanales y el exigente programa de ensayos, pero todo era en vano. La gloria del pop no aparecía por ningún lado. Probablemente no era consciente de que los laureles le daban esquinazo porque, en opinión de una mayoría de los críticos, acababa de grabar el peor disco de la historia. Un disco tan desafinado, arrítmico, chapucero y alienígena que parecería fruto de una finísima ironía.
Sobre el autor:
Óscar Carrera
Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es
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