El Torta: La noche es más larga que la muerte

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“Yo he tenido momentos de trance, eso que se llama también momentos de éxtasis, de creerte que estás en otro mundo, de palpar con tus sentidos la grandeza del más allá. Cosa grande ésta. Después es como si te diera miedo o rabia”. Antonio Mairena.

"El arte desprovisto de mito y misterio es pura técnica, sólo andamiaje sin trascendencia”.

El Torta dejó de ser Juan Moneo y se convirtió en personaje mucho antes de pasar a ser leyenda. Un outsider que se movía entre las líneas de las convenciones, en la periferia de la sociedad y en los límites del mercado. Con su propia religión, el Tortismo, y sus propios devotos, los Tortistas, que le seguían con el palo o con el cirio a sabiendas de que a veces, muchas, podía decepcionar como otras veces, muchas también, podía llevarte al éxtasis, al momento supremo de comunión emisor-receptor en la expresión artística. Un cantaor con pies de barro y atribulada cabeza que en su genio enajenado era capaz de remover las tripas con un quejío atávico, con un grito como salido de lo más profundo de sus entrañas y como emanado de un rito ancestral ya olvidado. El Torta era verdad absoluta al quejarse y la verdad, ya se sabe, suele doler.

En su ingenua sinceridad estaba su hechizo y su halo enigmático: o le odiabas, o le amabas rendido a su hipnótico poder de transmisión. Gustaba, de hecho, llamarse transmisor antes que cantaor. Como Lou Reed, que también nos dejó en el fatídico 2013, el cantaor de la Plazuela se dejó arrastrar por la heroína en esos años en los que Jerez era la auténtica ciudad del ‘caballo’. Donde los muertos vivientes se chutaban de las Puertas del Sol a la plaza de San Lucas y donde los restos del naufragio de la otrora incipiente industria bodeguera dejaron la ciudad como un solar y con numerosas secuelas que hoy día aún no han sido superadas. En esa época el misterio de El Torta encontró surrealista cobijo y adquirió una funesta factura que terminó pagando hace ahora un lustro. Demasiado pronto. Pero probablemente, como decía aquella letra de Momentos solo, su noche es más larga que la muerte.

El Torta, en un retrato de JUAN CARLOS TORO.

En Madrid, le quisieron llevar en volandas: desde El Juglar a Clamores -adorado en el Alfaro de Lavapiés- emprendieron el camino de su recuperación, rescatando incluso su figura con Momentos, aquel disco de extraña edición. En Jerez, le volvieron a tener respeto superada su drogadicción y su fase depresiva, aun cuando el cuchicheo previo a sus posteriores recitales siempre fue idéntico: “Vamos a ver con qué nos sorprende esta noche”.

Pero ahí precisamente radicaba su grandeza, en que una noche con Juan jamás era parecida a otra anterior y eso le hacía único. Dominaba el arte de la expectación aunque solo fuese por su mala cabeza. Podría ser mejor, podría ser peor, podría cantar más entonado, con más rabia, con más entrega, con más ganas de largarse del escenario, con más desidia… Pero nunca igual. Jamás igual. Esa era su magia y su embrujo, su poder hipnótico frente al aficionado propio o extraño. Frente a sus propios compañeros de oficio al fin y al cabo: "Número 1, Juan, número 1...", le repite al final del vídeo que pueden ver aquí abajo un joven consagrado del cante jerezano como Jesús Méndez.

https://www.youtube.com/watch?v=wOf0TZIQ2b0

Afrontar un recital con esa premisa, con esa bella incertidumbre del enamorado que acude a la primera cita, ya era de por sí toparse cara a cara en un callejón con el duende y misterio del flamenco. No era un artista en serie y no se parecía en ocasiones ni a sí mismo. Era un cantaor que pugnaba consigo mismo y su sino por hallar su propia verdad, lo absoluto, tal vez aquello que para él representaba en verdad el flamenco y el cante. Enfrentarte a su eco era ver la sangre por el escenario dándose revolcones con la vida. De vuelta de todo, catador de los vicios y sufridor errante, “al cantar se acaba llorando”, confesó abiertamente en más de una ocasión. “El flamenco va a dejar de existir”, proclamó en otras. No hay mejor tributo póstumo que la letra de David Lagos, Su voz cantaora, para que Jesús Méndez y él mismo la entonaran por bulerías. En esos versos está retratado un fidedigno perfil flamenco de Juan y la esencia de su filosofía flamenca: “El cante no es lo que uno quiere, es lo que tiene que ser”. El Torta no era siempre el que todos hubieran querido que fuese pero era como fue: libre. Verdad absoluta. Porque la noche es más larga que la muerte.