El Festival de Jerez ha venido perdiendo fuelle en los últimos diez años. No es cuestión de coronavirus —que lógicamente impactó severamente en la muestra de baile flamenco y danza española—, son datos objetivos. El descenso de espectadores y actividades programadas ha ido menguando desde 2013.
Si en aquella edición se contabilizaron 34.620 espectadores de 38 países repartidos en 140 actividades, en la pasada edición, que finalizó el pasado 11 de marzo, han sido 19.742 espectadores (un 42% menos en una década) de 38 países los que han participado en las 84 actividades oficiales programadas. La muestra se ha quedado por debajo de los 20.000 espectadores, cifra muy similar a la prepandemia.
Coincidiendo con la salida de su máxima responsable artística y directora-gerente del Teatro Villamarta, Isamay Benavente, rumbo a la dirección del Teatro de la Zarzuela, toca un replanteamiento profundo del futuro del Festival, claramente consolidado, pero con nuevas vueltas de tuerca y ajustes —o directamente cambios radicales— para volver a hacerlo más atractivo de puertas para afuera, pero también en el consumo local-provincial (Diputación es uno de los escasos patrocinadores que se ha incorporado en los últimos tiempos a un festival que, por su supuesto prestigio, debería de tener una nómina ingente de patrocinadores públicos y privados).
Lo cierto es que la muestra jerezana no solo está muy lejos de aquel récord de asistentes de 2016, coincidiendo con la original y fresca programación para celebrar el vigésimo aniversario del certamen, sino que año tras año no alcanza a reconquistar a unos 14.000 espectadores que llegaron alguna vez, pero no han vuelto. En el vigésimo aniversario fueron 37.900 espectadores procedentes de 45 países que asistieron a una o varias de las 176 actividades que se programaron, muchas de ellas repartidas por toda la ciudad, ampliando la conexión de la muestra internacional con el ámbito local en el que se desarrolla —y que además es su principal promotor, el Ayuntamiento de Jerez—. Hasta ese techo, se han quedado por el camino más de 18.000 espectadores.
En la última década, la muestra jerezana había mantenido siempre el listón por encima de los 30.000 espectadores, hasta que en 2020, antes de estallar el covid, fueron 20.836 espectadores de 40 países (98 actividades). Un año antes, en la edición de 2019, ni siquiera se hicieron públicos los datos de público en el balance oficial, mientras que en 2018 fueron 34.500 participantes en 157 actividades. Procedían de 42 países, otra cifra que también ha caído a niveles de hace una década, aunque en este caso sí es probable que sea algo achacable a cierta secuela postcovid.
Menos ambiente, menos actividades
Pero no es solo una cuestión cuantitativa, que hasta cierto punto no debiera ser el motor que moviera a la gestión cultural. También hablamos de lo cualitativo y de lo intangible. Cualquiera que haya acudido al Festival este año —en las dos ediciones anteriores estaba lógicamente por medio el argumento de la pandemia— ha notado un descenso de público —salvo espectáculos muy puntuales— y un brusco recorte en cuanto a ambiente y seguimiento de la muestra. Muchos artistas se han quejado, ha podido saber lavozdelsur.es, por la escasa cobertura o directamente nulo recorrido mediático, y en muchos casos, por la poca repercusión de su paso por una muestra para la que hay ejemplos en los que hasta se entrampan para levantar los espectáculos que suben a la muestra.
Los actos en el Consejo Regulador se concentran en previas de espectáculos multitudinarias que han perdido la magia, conciertos de medianoche que antes llenaban ya ni están. Una prueba de esto es que si hace años la muestra cerraba en su último fin de semana, aparte de con la caída del telón en Villamarta, con grandes actuaciones en Los Apóstoles, eso también ha desaparecido. Como también se perdieron los recitales desenchufados en el Palacio de Villavicencio, uno de los bocados más exquisitos y valorados en una muestra de baile flamenco y danza española.
La desconexión de la muestra con la ciudad, que tuvo cierto espejismo de cristalizar en ediciones anteriores, vuelve a ser palpable. Apenas el reducto en torno a la plaza Romero Martínez, donde se alza Villamarta, huele a Festival. Unas banderolas por la calle Larga recordaban, casi como única publicidad en todos los soportes, la celebración, a la que, pese a quien le pese, le siguen dando la espalda la inmensa mayoría de los jerezanos. Que ahora el Festival les suene no significa que tomen parte o lo sientan suyo.
El ciclo en las peñas resiste a duras penas, pero luego la asociación cultural Luis de la Pica, a la que por capricho de Dios sabe quién dejaron fuera del ciclo, programó un homenaje a Manuel Soto El Bo en pleno Festival que literalmente lo petó. También el OFF Festival de La Guarida del Ángel, siempre vilipendiado por parasitar la programación oficial, se hace su hueco.
En fin, es momento de un totum revolutum que, sin tufo endogámico o tendente al amiguismo, ponga a pensar a todos los agentes participantes, de fuera y de dentro de la programación oficial, y dé un nuevo impulso a uno de los eventos culturales, sociales y económicos de la Baja Andalucía. Una muestra que va camino de los 30 años y que ya no necesita más autocomplacencia y sí mucha creatividad para no tocar lo que funciona y reinventarse en lo que, según los fríos datos, hace aguas.