Tras la publicación de aquellas reflexiones sobre la naturaleza del Festival, no faltó alguna voz que me indicara que echaba en falta un poco de «crítica constructiva». Es cierto, no existía porque, sencillamente, el objetivo era otro; pero intentaré responder a esa demanda tratando de que la pasión no enturbie el conocimiento o la misma razón. Nada ni nadie es perfecto, y menos un evento de tanta complejidad como el que nos ocupa.
En cualquier caso, puestos a pensar en ello, me centraré en aspectos que considero internos, en cuanto organizativos, sin abordar otros aspectos que entiendo afectados por cuestiones externas: por ejemplo, la pandemia o la explosión de una guerra, como ha ocurrido en los últimos años de nuestra muestra, con la consiguiente pérdida de público e ingresos. Por cierto, con respecto a la pérdida de público, habría que distinguir entre participantes y espectadores, una contabilidad que precisa ser aclarada para evitar equívocos y, sobre todo, no caer en derrotismos innecesarios que para nada benefician a la muestra.
Este festival y otros tantos que conozco han hablado en sus últimas ediciones de reencuentro, de vuelta a la normalidad, aspirando a conseguir cotas anteriores, por ejemplo, a la plaga que asoló al mundo. Parece claro que queda trecho hasta que ello se consiga. Jerez sigue, sin ir más lejos, echando de menos la afluencia de ojitos rasgados: nuestros visitantes orientales no terminan de llegar como antes.
En la línea interna antes apuntada de nuestra muestra más internacional, encuentro una falla importante en los espacios o, más concretamente, en las dificultades para encontrar un escenario complementario al Villamarta con las características técnicas adecuadas. La ausencia en la ciudad de un segundo coliseo (caso del Teatro Góngora en Córdoba, por ejemplo) se ha tratado de paliar con el recurso a otras salas alternativas que no siempre han reunido las necesarias condiciones. La Sala Compañía ha sido, sin lugar a duda, la más recurrida, y lo sigue siendo, pero no termina de convencer a aficionados y a artistas, especialmente del baile. A pesar de ello, no se puede olvidar que allí, a lo largo de los años, se han dado momentos inolvidables del festival, y no cito ninguno por no alargarme.
La Sala Paúl se incorporó a la oferta escénica a partir de la X edición y también ha acogido grandes momentos, pero nunca debió cumplir expectativas porque se terminó abandonando. La última opción ha sido la de Los Museos de la Atalaya y sus salas, que podrían convertirse en una buena y estable sede si se mejoraran las condiciones que han ofrecido. No se puede aspirar a ser referencia internacional de la danza y del baile flamenco exhibiendo a la vez precariedad. La solución es fácil: una mayor inversión dentro de una apuesta por la cita que más nos proyecta fuera y dentro de nuestras fronteras. Lamentablemente, no puedo ser optimista en ese aspecto.
Naturalmente, nos estamos refiriendo a espacios escénicos para espectáculos de baile, porque para el cante y para los conciertos de guitarra sí que han funcionado —y funcionan— lugares que van del Palacio de Villavicencio a la Bodega Los Apóstoles. En cualquier caso, las salas citados hasta ahora constituyen solo una pequeñísima parte de los lugares de Jerez a los que ha llegado el Festival, que, entre escenarios estables y efímeros, peñas flamencas y otros suman más de medio centenar. En este abrirse del evento a la ciudad, no se puede olvidar la edición que conmemoró su XX aniversario (2020), con la programación extraordinaria 20 espacios, 20 artistas, 20 festivales, la experiencia de Jerez como contenedor escénico, una forma excepcional de expansión o penetración del evento en la ciudad que, quizás, sea necesario recordar ahora que he oído hablar de «sacar el Festival a la calle».
Siempre, en esas ocasiones como en las futuras que se quieran organizar, no hay que olvidar que cualquier salida de los lugares habituales implica un gran esfuerzo organizativo y, por ende, económico, con lo que no termino de ver lo de una supuesta gratuidad que se ha prometido. Claro, que como en el anterior caso, el problema tiene una fácil solución: una mayor inversión y una apuesta por nuestra muestra, de la misma manera que se invierte en otros eventos que tienen impacto económico en la ciudad. El Festival también tiene el suyo, aunque haga menos ruido que otros.
Fermín Lobatón es autor de Bailando en plata. 25 años del Festival de Jerez. (Peripecias Libros, Jerez 2021)
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