El suprematismo, la supremacía de la nada, formulado por Malévich en 1915, perseguía una pureza radical mediante los mínimos elementos. Las formas geométricas puras y la ausencia de conclusiones, como en El cuadrado negro, hablan de espiritualidad y metafísica, abriendo la puerta a que cada cual saque sus propias interpretaciones. Eso puede resultar edificante e hipnótico para parte del público o incómodo y equívoco para otra parte. Sin embargo, nunca suele dejar indiferente. Por exceso o por defecto. Como sucede cuando uno se postra ante este tipo de obras de, digamos, vanguardia —que no es otra cosa que conectar, mediante el misterio y lo sagrado, pasado y futuro con el presente—, ya sean de Stravinsky, Chagall, Viola, Tarkovski o La Zaranda, en realidad la conclusión es que todo el hecho artístico sucede realmente en nuestra mente mientras lo contemplamos.
Es lo que uno imagina o cree que sucede ante sí en el itinerario de la obra; son las referencias que acuden a cada cuadro, a cada imagen, a cada evocación; y son las lecturas, múltiples, todas válidas, que quedan revoloteando, como en este caso, a la salida del teatro. Israel Galván ha estrenado en la clausura del XXIII Festival de Jerez su visita introspectiva al universo de El amor brujo, centenaria y archiconocida, y archirepresentada, obra de Manuel de Falla que, como el suprematismo, también fue destapada en 1915. Falla, como Galván y otros muchos creadores españoles, encontró gran parte de la gloria en Francia que no tenía en su propio país, y no recibió las mejores críticas por la primera versión de la que luego se convertiría en uno de sus monumentos sonoros tras su estreno como ballet (con La Argentinita y Vicente Escudero, siempre en el imaginario galvanesco) en el París del 26.
Falla, como Galván —o Galván como Falla, mejor dicho—, bajo el sobrenombre de Gitanerías en dos cuadros, edifica un “estreno interesante, porque la gran artista —Pastora Imperio— se presenta en un aspecto inédito, y porque la escena se cuidará hasta el último detalle”, según el mismo Falla declaró en entrevistas previas al debú. Y es una obra rara, reducida y con sonoridades tímbricas y golpes graves que cruzan la escena. En el caso de Galván, además, introduce el evocador sonido de los discos de pizarra, que transporta a la época bajo la voz de Pastora y Chacón, y lo reduce todo, al menos durante media hora de los 55 minutos que dura el viaje, a la protagonista luchando contra sí misma en una silla. Explorando, una vez más, los límites del control, transfigurado sobre un caballo, presa del espanto, gestual y místico.
“Cuando el río suena. ¿Qué querrá decir?”, canta un Lagos chaconiano La canción del amor dolido, en los primeros compases de un montaje donde mientras el público se sitúa en sus butacas, ya comparece Galván, derribado sobre su silla, travestido de su alter ego femenino, esa rubia platino decrépita de guantes rojos que responde al nombre de Eduarda de los Reyes. Un cruce de una Gloria Swanson crepuscular y una Marlene Dietrich grotesca que riega de cartas, sartenes y cacerolas la escena. Nada que ver con Candela, la bella gitana que pinta Falla a la que se le aparece el espectro de su antiguo amante, al flirtear con un nuevo amor. Fiel a sus exorcismos escénicos, dominador absoluto del arte de la expectación, el creador sevillano caricaturiza hasta el punto de poder molestar y desconcierta a cada gesto al más paciente. Y ahí reside su embrujo: atrapa pensar en la probabilidad de que, por mucho que todo esté orquestado, a cada cambio de clima suceda algo improbable. ¿Qué sentido tendría la vida si todo tuviera respuesta y supiéramos qué va a suceder a cada rato?
Tensión, energía contenida, zapateo violento, cuerpo a tierra, murmullos e inquietud, expresionismo en dos cuadros (en una silla y cojeando de pie). El piano de pared de Alejandro Rojas-Marcos es un elemento escenográfico más y solo gracias al talento del músico sevillano, salpicado por el eco (y las psicofonías que se vuelven a pitorrear del purismo como sinónimo de talibanismo) de un impagable David Lagos (al que a veces se le oye demasiado bajo), se convierte en el hilo conductor permanente de las alucinaciones lisérgicas de Galván, las que vive en la silla con la Danza ritual del fuego, las de los fuegos fatuos, o la Danza del terror.
Las alegrías, El Vito y las bulerías, todo apuntado, todo sin demasiada definición, dejan, antes o después, espacio para que el cante del jerezano entone los tientos tangos de Pericón (guerra, guerra, guerra, vienen publicando guerra / y yo como buen vasallo siento plaza en mi bandera) seguidos de Danza del terror, donde en una atmósfera rojiza, "por Satanás, por Barrabás", Israel Galván, la Pastora que era, según Benavente, "la escultura de una hoguera", ya no está en Falla, sino en un campo de batalla, en un contexto fatuo y siniestro donde la historia europea entra en barrena. El sueño de la razón, como el capricho goyesco, produce monstruos imposibles.
1915 no fue solo el año donde se formuló el suprematismo y se estrenó El amor brujo del insigne compositor gaditano. Fue también el año en el que los zepelines se convirtieron en efímera arma de destrucción masiva durante la Primera Guerra Mundial. Territorios y banderas. Miedo. Incomprensión. Rechazo. Justo lo que provoca el aparente surrealismo de un artista, perro verde andaluz por fuera, cuyo discurso, bajo los diferentes planos del relato, nos interpela sobre cosas muy reales y universales. Una básica: la historia se repite. En tiempos de incertidumbre, quizás la respuesta esté en un amanecer o en el agua purificadora que clausura, por sevillanas antiguas, el espectáculo de un bailaor (como ya sucedía en otras de sus creaciones de cámara, como La edad de oro y Tabula rasa) que explica el mundo, a su peculiar manera, en un zapatazo o con un simple giro de muñeca.
Israel Galván.
'El amor brujo' (****)
Dirección y coreografía: Israel Galván. Asesoría musical: Pedro G. Romero. Baile: Israel Galván / Eduardo de los Reyes. Cante: David Lagos. Piano: Alejandro Rojas-Marcos. Música: Manuel de Falla y Alejandro Rojas-Marcos. Asistente de dirección: Balbi Parra. Asistente de coreografía: Marco de Ana. Diseño de iluminación: Rubén Camacho. Diseño de sonido: Pedro León. Caracterización y diseño vestuario: Nino Laisné. Realización vestuario: Carmen Granell. Producción delegada: Carole Fierz. Coordinadora de producción: Pilar López. Asistente de producción: Daniela Lazary. Administración: Rosario Gallardo. Consultor de producción: Dietrich Grosse. Día: 9 de marzo de 2019. Lugar: Teatro Villamarta. Aforo: Lleno con entradas agotadas.