José Antonio Laguna Molina (La Puebla de Cazalla, 2001), conocido artísticamente como Pepe El Boleco, fue el encargado de clausurar la penúltima noche del 29 Festival de Jerez en el Palacio de Villavicencio, consolidando su estatus de cantaor clásico y de raíz.
Incluido por derecho propio dentro de lo que ha pasado denominarse en la disciplina como un integrante la Generación de los Viejóvenes, el artista morisco — así es el gentilicio de la población sevillana— se arropaba de la guitarra de Antonio García para ofrecer un espectáculo donde los clásicos jondos estuvieron presentes de forma constante.
Desde las malagueñas de Manuel Torre y El Mellizo iniciales, hasta el clásico paseo por las tonás, martinetes y deblas con las que habitualmente despide sus intervenciones, por la garganta de bronce de este joven, pero más que interesante baluarte del cante clásico, el público tuvo la oportunidad de disfrutar de algo menos de algo menos de 50 minutos de cante que hacían bueno el refrán que hacen referencia a lo bueno de la brevedad y que ya saben ustedes como termina.
Sin complicarse la vida, ni meterse en terrenos pantanosos, la guitarra de Antonio García se mostraba al servicio del cante de forma categórica. Embarcando tercios y ofreciendo salidas con falsetas que daban un respiro al cantaor, que se agarraba a Juan Talega y a Tomás Pavón en los tercios más exigentes de la soleá, pero que viajaba hasta Utrera.
Incluso no se olvidaba de los suyos — como Menese o Moreno Galván— en los tercios que, por tientos, fueron por momentos torreros y hacían escala en Jerez antes de irse por Cádiz a compás de tangos y rematar con las estructuras extremeñas de la niña de olivares que puede ver cada día cuando abre las ventanas en su Cazalla natal. O maireneaba en el inicio de la seguiriya, recordando al Loco de la Plazuela — Manuel Torre— o remataba con los días señalaítos de finales de julio más famosos de la historia de lo jondo.
Y en un guiño a la tierra que pisaba, la bulería corta, la que tiene denominación de origen made in Santiago, cruzaba el ecuador antes de hacer un guiño a la casa de los Rancapino y posteriormente a Pansequito, al compás y jaleo de una guitarra lorquiana a más no poder en los inicios y honrando la memoria de Diego del Gastor posteriormente.
Por fandangos se ofrecían los mejores momentos de la noche, con una voz cuaja de sabor a Chocolate y, resucitando las peticiones de Manolo Caracol previas a su muerte y la letra de Juan de la Vara que popularizaba Camarón de la Isla, el público escuchaba con atención sentado en un viejo petate el toque de silencio al que la debla colocaba la guinda a un recital que nos enviaba para casa antes de la medianoche, pero con el regusto dulce de ver que el relevo generacional en la vertiente más clásica de lo jondo no es una quimera, sino toda una realidad que goza de buena salud.