La desaparición de Fin de siglo quizás nos evitó que esa revista que amábamos y que esperábamos cada cierto tiempo, acabase convertida en otra cosa, en un jardín para ideas jubiladas o en un museo arqueológico.
Ya en la adolescencia la poesía era para mí algo adornado con el prestigio de lo misterioso y lo secreto, y aunque yo llevaba unos cuantos años emborronando cuartillas con versos más bien lamentables, creo que fue en los primeros años ochenta cuando comencé a tomarme en serio aquel pasatiempo con el que otros habían logrado sobrepasar el tiempo.
En un principio el aislamiento del adolescente que se aficiona a la poesía es completo, casi infranqueable. No sólo porque a esa edad sea raro encontrar a alguien que comparta una pasión tan absorbente como suele ser la de la poesía cuando ésta se presenta de verdad, sino porque ante los demás esa pasión se vive en esa época como algo inconfesable y turbador, casi como un síntoma de debilidad.
Aquellos años fueron para mí de hallazgos y deslumbramientos constantes. A algunos de los poetas que había tenido que estudiar a regañadientes en el colegio La Salle los fui descubriendo entonces y me entusiasmaron: Fray Luis, Bécquer, Juan Ramón, los Machado, Alberti, Cernuda... Leídos en libros y no en manuales, y ya sin los apremios ni el disgusto de las ocupaciones obligatorias, me parecieron increíblemente vivos e imprescindibles. Otros, de los que nunca había oído hablar —Holderlïn, Rilke, Kavafis, Pessoa...—, me fueron llegando por azar y los admiré no sólo por lo que habían escrito sino también por sus rarezas, por su singularidad y por sus trágicos destinos insobornables.
Yo no conocía en Jerez a nadie con quien compartir aquellos entusiasmos. Por otro lado ignoraba quiénes eran y dónde se podían encontrar los poetas actuales que en esos momentos estarían incorporando a la poesía de siempre el tono y el lenguaje adecuados a nuestro tiempo, aquellos cuya tarea consistiría en renovar y actualizar, a la vez que el idioma, nuestra relación con algunos fragmentos de la realidad o, lo que es lo mismo, modificando nuestro concepto de la realidad.
Esa era más o menos mi situación cuando cayó en mis manos el primer número de la revista Fin de siglo, que se editaba precisamente en Jerez, la ciudad donde yo vivía. En aquellas páginas y en otras que les siguieron me encontré por primera vez con la poesía contemporánea, con la presencia de unos poetas que se mostraban sin la pátina del tiempo ni la orla de la muerte, cercanos, nuevos, provocativos. La revista, además, rescataba del olvido a no pocos autores que los bamboleos del gusto o las hostilidades de la política habían cubierto de telarañas y polvo —a Fernando Fortún, a Canssinos-Asséns, a Foxá, a González Ruano...—, en una tarea de recuperación de modernistas y raros muy necesaria en aquellos años pero que, pasado un tiempo, otras publicaciones agotarían hasta la saciedad.
Lo cierto es que el deslumbramiento de esa lectura fue tal que, venciendo mi timidez, no paré hasta conseguir que me presentaran a quienes hacían la revista. Así conocí a Francisco Bejarano, con quien pronto entablé amistad y en cuya casa iba a conocer poco tiempo después al otro capitán de la embarcación, a Felipe Benítez Reyes, además de a algunos poetas a los que, como a ellos mismos, debo sugerencias, correcciones y lecturas de entonces. Por si todo esto fuera poco, a través de Fin de siglo conocí también a varios jóvenes que compartían mis mismas necesidades y casi los mismos criterios. Con algunos de ellos emprendería más adelante proyectos y empresas literarias que intentaron hacer con otros lo que conmigo había hecho aquella cuidada revista hoy desaparecida: facilitarme un poco las cosas, ayudarme a ser el que soy, con mis admiraciones y mis obsesiones y con esas pequeñas extravagancias tan importantes a la hora de forjar un gusto literario. De esa manera íbamos a recoger el testigo que nos habían entregado sin saberlo, la antorcha siempre encendida, siempre en vela, de la creación. Sin el ejemplo de Fin de Siglo y de su principal valedor, Francisco Bejarano, nunca me hubiera animado a levantar, a veces en solitario, a veces en buena compañía, algunos proyectos editoriales nacidos también en nuestra ciudad: el suplemento cultural Citas, que desde 1989 hasta 1993 informó, divirtió y escandalizó a mis paisanos y que hoy es objeto de tesis doctorales; los Cuadernos de la Moderna que ofrecieron una muestra de la mejor literatura joven del momento; o la editorial Libros Canto y Cuento.
Fin de siglo duró unos tres o cuatro años y de ella salieron trece números, los últimos cada vez más espaciados. Para mí y para algunos amigos de mi misma edad esos tres o cuatro años resumen quizás lo mejor de nuestra juventud, y sus páginas, al hojearlas ahora, se me convierten en conversaciones y entrechocar de copas, en risas y anécdotas, en todos esas maravillas del recuerdo que se hacen de repente arena entre mis manos.
Algunos, además, publicamos en esa revista por primera vez, estrenamos en ella nuestra torpe voz indecisa, recién nacida, y aquellos poemas que hoy nos cuesta reconocer como propios con cuántos nervios los esperamos entonces, con cuánta disimulada impaciencia hasta verlos impresos, limpios de erratas y allí, en las mismas páginas donde publicaban Alberti, Borges, Pablo García Baena, Gil de Biedma, Claudio Rodríguez, Brines...
Pero un día todo aquello acabó y a Fin de siglo no la vimos ya más en los muestrarios de los quioscos ni en las librerías. Su desaparición supongo que se debió a varios motivos: dificultades y problemas con las administraciones públicas que la financiaban, cierta dejadez y cansancio por parte de los responsables, discrepancias internas, qué sé yo. Fuese cual fuese la causa, quizás debamos agradecerle el no permitirnos ver su decadencia, ese repetir hasta la rutina unas fórmulas, unas reivindicaciones, unos criterios, que ya habían quedado claros o que, poco a poco, iban siendo aceptados por la mayoría culta. Y aunque no podamos reprimir la tristeza, sí deberíamos estar más conformes con la muerte cuando ésta nos evita un largo y penoso desenlace, que fue lo que ocurrió en aquella ocasión. La desaparición de Fin de siglo quizás nos evitó que esa revista que amábamos y que esperábamos cada cierto tiempo, acabase convertida en otra cosa, en un jardín para ideas jubiladas o en un museo arqueológico, como vemos que ocurre con tantas revistas veteranas, rutinarias y un poco rancias.
Las revistas literarias tienen una vida determinada que depende tanto o más que de los caprichos de quienes las pagan, de la vigencia de sus planteamientos y del entusiasmo de sus responsables. Y está en el buen olfato de éstos saber cuando hay que desprenderse de ellas como el pintor se desprende de su mejor retrato: para que un día alguien sepa cómo éramos, cómo vestíamos y qué pensábamos.