A este músico la curiosidad lo llevó un día a conocer el tres cubano, instrumento de seis cuerdas agrupadas por pares, que asociamos a los sones de esa isla caribeña y a su folclor. Él le ha logrado dar la vuelta con un movimiento de doble recorrido: el tres suena flamenco, transmite sus ritmos, pero, como contagiadas de su sonoridad, las coplas de Rodríguez están traspasadas de un sabor caribeño, una ecuación que, sobre el papel, es difícil de comprender, pero que se entiende de forma tan directa como natural asistiendo a un concierto suyo. Estremece con la interpretación de la soleá o la seguiriya, cuenta historias y crea personajes que viajan de una a otra orilla que resultan verosímiles, empapadas como están de compás y son.
Aferrado a su tres de inicio a fin, el músico es primero un francotirador solitario que dispara ritmos y emociones, para, a continuación, entrar en un fuego cruzado musical a través de diálogos de imprevisibles consecuencias, ya sea con los componentes del trío, Manu Masaedo y Juanfe Pérez, o con el senegalés invitado, Sirifo Kouyaté. En formato de trío o de cuarteto impera siempre una fuerza que arrastra al movimiento de los pies (uno desearía no estar sentado) y engancha en el ánimo de los presentes, que aúllan al final de alguno de los temas. Estos provienen mayormente de sus dos discos de estudio, Razón de son (2014) y La raíz eléctrica (2017), más algún adelanto del que cerrará la trilogía, La razón eléctrica, de próxima publicación.
En el arranque, una introducción instrumental, que es muestra de un virtuosismo emocionante y cálido para, de inmediato, abordar la copla emblema, esa que dio título a su primera grabación, y con la que presenta sus credenciales musicales e ideológicas: “Las razas no son tan puras ni somos tan diferentes». Su discurso lírico se reparte entre las letras de las canciones y sus intervenciones, siempre dentro de un compromiso con el mestizaje y la inclusión. El otro discurso, el musical, transporta la estructuras rítmicas y melódicas del flamenco (soleá, seguiriya, bulerías…) con un ropaje colorista, el del ámbito «caribe-afro-andaluz», que derriba fronteras y crea un universo musical propio donde los ritmos se hermanan.
Con la entrada del trío, el discurso musical se fortalece, no en vano Rodríguez se mira en la fuerza de tríos históricos como el de Jimmy Hendrix o el grupo Cream. Pero antes de entrar en materia, el Juanfe Pérez sorprende y casi apabulla con la interpretación del taranto en su bajo de cinco cuerdas. El concierto cobra altura y calor con el fandango indiano Llévame a la mar y la sonería (bulería con son), que cuenta en décimas la historia de ‘El Negro Curro’, el emigrante que en el siglo XVIII hace el camino de Sevilla a La Habana y vive en el Manglar, porque allí «no mandan las cruces». A esas alturas del concierto, los diálogos e interacciones entre los tres miembros del grupo son vibrantes, intensas y, por momentos, frenéticas. La llegada del senegalés Kouyaté y su kora, enriquece aquel diálogo con el encuentro tímbrico, étnico y de ideas que protagoniza con Rodríguez, que cobra por momentos tintes de duelo. El tres adquiere una sonoridad psicodélica mientras se intercambian improvisaciones: ‘Que sea el ritmo el que nos gobierne-Let the rythm lead´, el estribillo del tema de su segundo álbum, que cantó allí junto a Jackson Browne, se repite como una letanía.
Entramos en la recta final con otro personaje de su galería, aquel que iba con una yesca vendiendo candela en el Cádiz del XIX, una metáfora quizás de la vida del músico, que se aborda con una nueva sonería. El cuerpo queda así preparado para la apoteosis final, a la que se suman las palmas de Paco Pavía y el baile, el cante y el arte de Tomasito. Todos comparten un fin de fiesta con la blueslería, ‘Si supiera’, colofón de un concierto que es una fiesta de la que se sale con el alma encendida y muchas ganas de bailar.