Por tendencia general solemos pensar que el rockero es un alma libre. Un tipo tan poco serio como para preocuparse en el sonido de una guitarra eléctrica, un bajo o una batería. Un idealista que guarda un lugar importante para su colección de discos o su guitarra favorita. Un verso suelto en la monotonía de la vida. Entonces ¿qué podrá ver en un Hard Rock Cafe?
El rock parece guarecer una inhóspita familiaridad. Cuando escuchamos nuestra banda favorita nos sentimos satisfechos, un sentimiento casi tribal que nos hace entrar en comunión con nuestra raíz más eterna. Sin embargo, no deja de ser una experiencia compartida, una práctica que no se distingue en absoluto de cualquier otra en cualquier rincón del mundo. Con el tiempo el fan intenta buscar la particularidad. Una apuesta por la intimidad para imponer en la relación sonora. Se busca la especialidad, la singularidad que sólo puede concederse por medio de factores que poco o nada tienen que ver con la música. Hard Rock Cafe representa paradójicamente esa búsqueda por la singularidad. La oportunidad para ahondar y enriquecer una afición entre bocado y bocado. Como podrá imaginarse, el problema de ese camino sin retorno es que la búsqueda nunca parece tener final y las consecuencias monetarias del juego pueden hacerse más que evidentes. Sin embargo, la obsesión por el coleccionismo y el fenómeno fan tiene la fatal consecuencia del empobrecimiento ya no sólo económico sino personal. La música rock tiene una esencia popular que no puede sucumbir al individualismo. A pesar de los intentos de un restaurante que nos invita a descubrir los entresijos de una afición a precio de oro. Desvelando una dolorosa verdad… Por el precio de nuestra cena bien podríamos adquirir varios de nuestros álbumes favoritos o dejarnos sorprender por otros tantos. Puede que al fin y al cabo no tengamos seriedad alguna.
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