El fin de semana murió Martin Amis. Con 73 años, seguro que no se veía a sí mismo como alguien mayor, aunque lo cierto es que, como escritor, hacía tiempo que lo era. No solo porque hubieran pasado casi 50 años desde que irrumpiera aquel mozalbete con 'El Libro de Rachel' –que para como se ha llamado desde siempre en España, 'El Libro de Raquel', no sé por qué su editorial de cabecera no ha dado el gusto al personal– sino porque llevaba ya un par de décadas despistado, más como novelista que como articulista puntual. Alberto Olmos ha hecho una glosa en una línea parecida, diciendo que el siglo XXI no le había sentado muy bien al novelista. Respeto el punto milenarista que le da Olmos, pero yo creo sencillamente que Amis cuando entró en sus 50, en su madurez, no tenía grandes cosas que decir, así de simple.
Durante los 80 y los 90 había dicho de sus personajes que "olían al tetas", "tenían unas prominentes CSS (léase características sexuales secundarias: más tetas)", su antihéroe Johnny Self se ponía a jugar al tenis con calcetines negros (nadie jugaba al tenis con calcetines negros por entonces, siempre blancos) cuando iba a Nueva York desde Londres en alguno de esos viajes nocturnos baratos de los que nunca se recuperaba; te dejaba claro que solo hay una manera de aprender a pelear, que obviamente es peleando, o incluso te informaba también del tipo de cerveza que tiene que beber siempre cualquier jugador de dardos que se precie, la lager, que no te desconcentra... Todo muy 'woke', como se puede ver.
Claro, visto así el lector o lectora (Amis siempre fue más de lectores, me temo) puede pensar que estamos hablando de muy poca cosa. En realidad no. En esta época, la de libros como 'Dinero', 'Campos de Londres' o 'La Información', Amis diseccionaba como nadie ambientes dudosos de Londres y Nueva York con chorros de sarcasmo. La vida de los pubs de Londres y de sus moradores, es decir, la vida al fin y a la postre de la sociedad británica de la época de Margaret Tatcher. Amis era, se puede decir, un niño bien, licenciado en Oxford hijo de catedrático de la misma universidad, pero básicamente era un moderno con un oído increible para tomar el pulso a la calle y los ambientes de todo tipo en que se desenvuelven sus personajes, desde pubs obreros de Londres a prostíbulos de lujo de NYC. Hubo un momento en que Amis era una especie de estrella del rock, algo así como un Bowie (siempre Bowie) de la novela.
Pero su literatura y su propia vida fueron perdiendo interés. Siguió sacando novelas e incluso libros en los que recopilaba artículos que le pedían prestigiosas publicaciones –el nombre nunca lo perdió, desde luego–. En los 90s con los relatos de 'Mar gruesa' y, sobre todo, 'La flecha del tiempo', mantuvo el pabellón alto pero, efectivamente, la llegada del nuevo siglo, o la llegada de la cincuentena, a elegir, se le atragantó. Se hizo una vida nueva, se fue a vivir a la parte fina de Brooklyn... pero había perdido ese algo que le hacía crear como nadie personajes. Él quería ser Saul Bellow o Vladimir Nabokov, pero remedando a Mishima, Amis había perdido la gracia, no la del mar, la de la calle, y nunca dio con la tecla de la 'haute literature' deliberada, probablemente porque sin pretenderlo -o sí, evidentemente era alguien muy pagado de sí mismo– ya la había alcanzado de joven...
Ignoro si le han llorado sus compañeros de generación, llamada Granta por el nombre de una revista literaria coetánea. Con Julian Barnes llevaba muchos años peleado; hasta que punto le sentó bien el Nobel de Ishiguro -que tácitamente le cerraba a él las puertas– solo él lo sabe, o la manera de 'romperla' de McEwan con la novela 'Expiación' para él queda. Con Salman Rushdie sí mantuvo la amistad a través de los años, así que suponemos que sí... si se ha enterado, claro.