José Meneses Scott, José Menese, era un racionalista cartesiano, cantaba luego existía. Y era manierista, de profundos sentimientos, de una personalidad inconfundible. Ha muerto a los 74 años, pocas semanas después de que partiera otro ancho, trascendental y comprometido coetáneo suyo como fue Juan Peña El Lebrijano. El de la Puebla de Cazalla, al que Mairena hizo debutar en 1959 y al que llegó a considerar su sucesor, era maestro por acumulación. Muy pocos en el arte jondo han tenido en su haber tantas publicaciones discográficas como él —una treintena de discos—. Menos son aún los que se han preocupado por reescribir la partitura cantaora y auxiliar a tantos cantes olvidados o en desuso. Él lo hizo junto a su paisano y letrista de cabecera Francisco Moreno Galván, que le presentó en los círculos madrileños y le aportó una fuerte carga social a su repertorio, pero también en aquel momento en que desempolvó toda la lírica del Siglo de oro para cantar a Lope, Calderón, Quevedo o Góngora, como hizo en su último disco A mis soledades voy, de mis soledades vengo (2005).
Menese era un cantaor comprometido. Un hombre concienciado con su momento vital y artístico. Enfrentado al franquismo, logró que no le censuraran haciendo de la necesidad virtud, y empleando el método del lenguaje en clave, metafórico, sólo inteligible para el receptor de alma pura. Famosa fueron letras como Qué bien me suena tu nombre, donde denunciaba la perversión de la palabra guerrillero por parte del grupo terrorista de ultraderecha del tardofranquismo conocido como ‘Guerrilleros de Cristo Rey’: Guerrillero, guerrillero/qué bien me suena tu nombre/va ligado a la leyenda/de libertad e ilusiones/... De igual modo, introdujo y difundió el flamenco en las universidades y entre un nutrido grupo de intelectuales. “La voz, la voz que cierra y abre las palabras, el cante cortado de perfil, bruscamente. Voz centrada ensanchándose desde dentro”, escribía Blas de Otero del cantaor sevillano, de eco redondo y mineral.
Pese a su ortodoxia y clasicismo, ajeno a modas y al imperio del marketing, fue de los primeros flamencos en abrir este género a coliseos como el Teatro Olympia de París (1973 y 1974) y el Auditorio Nacional de Madrid (1991). Incluso llegó a ganar, entre multitud de premios de índole flamenca, galardones como el Premio Ondas de la Cadena Ser en el año 68 del siglo pasado. En sus recitales huía del sota, caballo y rey imperante, y buscaba la sorpresa proponiendo, con humildad y didactismo, cantes sepultados por el tiempo que fue recuperando progresivamente. El flamencólogo Francisco Vallecillo llegó equipararle a otros grandes cantaores payos de la historia del flamenco como Silverio y Antonio Chacón. Para Menese, la seguiriya era “el cante más difícil que hacía como nadie Manuel Torre". Masticaba desamor y nostalgia en los tercios de Moreno Galván y solía cerrar con aire mairenero, a pesar de haberse alejado de los patrones del genio sevillano tras haber tomado su propia vereda del cante.
Aun así, la acumulación de logros y el trabajo infatigable no le reportaron grandes reconocimientos. Como ejemplo, a nivel institucional no se ha reconocido y valorado en su justa y amplísima medida la contribución que ha venido haciendo durante más de medio siglo de trayectoria artística y exploración arqueológico-flamenca. Quizás fue porque sobrevivió fiel a sus principios de manera inquebrantable, incapaz de traicionar a sus ideales y empeñado en preservar la evolución desde la raíz. Reivindicó su derecho a expresarse libremente, a desprenderse del rigor mortis de la comercialidad y la dictadura del consumo rápido. Con Menese, el flamenco, el que se conoce y el que está por descubrir, era un arma cargada de futuro. Un arma, a la manera de Celaya, con la que el cantaor te apuntaba al pecho. Poesía como el aire que respiramos y el cante que espacia cuanto lleva dentro.